domingo, 26 de junio de 2011

Vándalo en París



 Con mi familia vivimos muchos años en un cuarto piso. Cuando alguno de nosotros, los varones, llegaba tarde y no tenía llaves, recurría a tirar piedritas o monedas a una de las ventanas, con el fin de despertar a quien dormía en esa habitación. No timbrábamos para evitar  incomodar a los demás miembros de la familia.

Esa fue una costumbre de muchos años. Todos los hombres López Arias éramos expertos lanzadores y solamente bastaba una piedra o una moneda para dar en el blanco. La costumbre nos llevó a medir fácilmente la inclinación, velocidad y fuerza del proyectil. Dicha habilidad nos fue útil en muchísimas ocasiones, inclusive en los apuros de amigos y vecinos.

Pero, una vez, nada menos que en París, la ciudad en donde siempre soñé con tener la oportunidad, entre otras,  de tomar vino y comer queso mirando la torre Eiffel, quise recurrir a esta costumbre de lanzador y se originó todo un lío del cual pude salir gracias a la providencia.

Estaba en comisión en la majestuosa capital francesa. Este desplazamiento se hizo en avión comercial, por lo que yo era el encargado de  confirmar el regreso directamente con la oficina de Avianca en ese país. Si el viaje hubiese sido en la nave presidencial, no habría obviamente necesidad de nada, incluso ni siquiera de ir a  emigración porque un sargento habría hecho todo el trámite del personal desplazado.

Bueno, como llegamos una semana antes que el presidente, y supuestamente con el tiempo suficiente para haber procedido a gestionar la confirmación del regreso, obligatoriamente tenía que hacerlo, así tuviera que evadirme por algunas horas  del trajín de la agenda presidencial.

Ese momento tenía que ser el viernes pues viajaríamos el lunes a primera hora junto con mis compañeros de prensa. Así que en un momento y sin posibilidad que el guía que había contratado la embajada me llevara, emprendí el camino a la oficina de la aerolínea colombiana. Llevaba  un mapa que me prestó dicha persona y que tenía señaladas las indicaciones del caso.

No tuve ningún inconveniente sino hasta que salí de  la estación del metro y me di cuenta que el mapa ya no estaba en mi bolsillo. Me devolví a buscarlo y ya no había nada que hacer. Eran las 4 y 30 de la tarde y esa oficina atendía hasta las cinco. Recordaba que el guía me dijo que aproximadamente  Avianca estaba a unas diez cuadras de esa estación.

Seguro de nuestra bien alimentada malicia indígena, emprendí el camino hacia mi destino. Confiaba  que lo encontraría, así tuviera que hablar  francés.

-          S'il vous plaît monsieur, où est cette adresse ?,

Interrogué a un  señor que paso cerca. El caballero muy amablemente me respondió y con sus manos y gestos complementó la información y se fue sonriendo.  Le agradecí obviamente en francés,

   -     Merci, très sympathique.

Quedé desconcertado. El diccionario para viajeros obviamente funcionaba para preguntar pero no para traducir lo que respondían. Así que no entendí ni jota de esa gentil explicación.
Cambié de estrategia y ya dije que no hablaba francés, que por favor me explicaran como llegar a esa dirección. Así fue que de tumbo en tumbo logré mi objetivo. Faltaban 15 minutos para que cerraran.

Presionado por  las circunstancias, llegué de afán al edificio. Las oficinas de Avianca funcionaban en un tercer piso. Busqué el timbre y no había. Imposible, París, Francia, Europa, El primer mundo y no tenía un miserable timbre esa edificación.

Salía, miraba a ver si alguien de esa oficina se asomaba por la ventana y no. Miraba al pavimento y al asfalto a ver si encontraba una piedra, tampoco,  ese si que era un pensamiento subdesarrollado. El desespero cundió y el instinto de supervivencia se despertó: Busqué entre los bolsillos y encontré unos francos. Una de esas monedas de níquel serviría para llamar la atención de los empleados de nuestra aerolínea bandera.

Así que con el franco en la mano miré al tercer piso, luego a mi derecha y calculé que debería lanzarlo desde la calle y con más fuerza que si fuera con una moneda colombiana, por que la francesa era menos pesada.

Me disponía a tirarla, cuando escuché una voz fuerte y de reojo observé un señor que se acercaba apresuradamente. Llegó a mi lado y agarró mi mano y con la otra, señalaba la moneda y luego estiraba el brazo y decía pum y señalaba una ventana de ese edificio. Sentí que me reprendía como si fuera mi abuelo.

A los segundos se acercó un policía y el señor le mostraba mi mano y luego imitó mis movimientos  de lanzador de monedas. El gendarme me miraba y me hablaba y lo único que yo hice fue mostrarle mis credenciales de prensa y el pasaporte. El asunto se iba complicando hasta cuando observé que del edificio salía una muchacha y miraba un tiquete rojo con blanco.

Le grite desesperadamente, y ella se acercó. Era colombiana. Le explique quien era y que pasaba, ella habló en francés con el guardia, me hizo algunas preguntas y mis respuestas las tradujo al uniformado, quien me regresó mis documentos.

La chica me acompañó. Fuimos al edificio, presionó un pequeño botón que estaba al lado derecho, en la mitad y sobre el  marco de la puerta y ésta se abrió. Solamente era eso, un botón, no los 20 que esperaba encontrar para poder ingresar. 

- ¡La honte!

domingo, 19 de junio de 2011

El espanto de la iglesia

    

Acostumbro a “asustar” a mis seres queridos. Unas veces apareciéndome o desapareciendo de improviso, simulando actitudes que creen confusión o ideando trampas. Obviamente que muchas veces estas no resultan y lo que queda es un sentimiento negativo en el afectado y el empañamiento a mi reputación.

Esto me sucedió hace poco con una señora. Desafortunadamente, desconocida, con ella pasó lo siguiente:

Regresabamos a casa, Lizette, mi esposa dijo que iba a entrar al pequeño oratorio franciscano que queda en la parroquia. Le dije que lo hiciera mientras compraba en la esquina una deliciosa mazamorra limeña hecha con maíz morado, arroz con leche y leche condensada.

Regresé y me ubiqué cerca de la puerta del oratorio. Terminaba de deleitarme con ese fabuloso dulce, cuando se me ocurrió la gran idea de pegarle un susto a Lizette.

Recordé que estaba vestida con pantalón y zapatos negros y una blusa color crema. Así que me escondí y calculé el momento cuando divisara esas prendas para aparecerme intempestivamente y simultáneamente le gritaría. Me imaginaba su cara de terror.

Desde el lugar en donde estaba logre ver las prendas de vestir de mi familiar víctima. Se acercaba con su pantalón y zapatos negros y una blusa clara. Calculadamente salí, grité y oh, el asustado fui yo.

Otro gran grito provino de una garganta no conocida. Una señora de unos 70 años con ojos llenos de pavor, una expresión facial desencajada y pálida, con sus dos manos agitándose desesperadamente como queriendo que el aire fuese una cortina para cerrarla y no ver  la escena, aparecieron frente a mi. No podía ser. No era Lizette, pero vestía muy parecido.

La señora pareció desvanecerse, tiré el recipiente del postre  y afortunadamente logré darle soporte con mis brazos mientras le suplicaba que me perdonara porque había ocurrido  un error. 

No sabía que otra cosa decirle y mucho menos  explicarle el por qué de lo que acaba de hacer, imposible. La dama no podía pronunciar palabra y aún se apoyaba en mí cuando apareció sonriente quien ha debido ser la víctima.

- Hola mi amor, ¿qué le pasa a la señora, está enferma?

De inmediato, la señora recobró su fuerza me golpeó en el pecho y dijo que yo era un imbécil, entre otros calificativos, se sacudió y fue hasta la zona en donde parquean los vehículos. La miramos un momento y Lizette me interrogó sobre lo sucedido.

Mientras iniciábamos la marcha le conté respecto a la confusión ocurrida  y el miedo que tuve al ver a la señora a punto de infartarse. Estaba expresando ese temor, cuando una voz fuerte me estremeció:

-          Oiga usted, ¿Por qué asustó a mi señora? ¿Se cree muy chistoso, no?

Era un señor como de la misma edad de mi ocasional afectada y estaba muy alterado.

Quien intercedió fue mi mujer:

- Señor, hubo una confusión. Mi esposo intentaba asustarme, como de costumbre lo hace y pensó que quien salía del oratorio era yo,  y por eso saltó y gritó. Cómo se le ocurre que él vaya a hacer una broma de esas a una persona que no conoce. Por favor discúlpelo.
Naturalmente que el señor me observó detenidamente intentando descubrir alguna tara que pudiera  concordar con ese repentino proceder hacia una extraña anciana, su  mujer.

Por fin atiné a decir algo:

-Señor, nuestras esposas están vestidas casi en forma idéntica. Solamente que desde donde yo estaba, no podía ver la cabeza de quien aparecía y coincidencialmente pasó  su señora.  Pero dado que vestía como mi mujer, deduje que quien salía era ella y zas que me lance a asustarla…

El señor no me dejo terminar mi explicación. No dijo nada. Me miró con la desaprobación más grande que he podido recibir y volteó la espalda.  Se fue hacia el vehículo y  arrancaron. Pasaron frente a nosotros.  La señora aún me miraba aterrorizada.

Muchos domingos han pasado y en algunos de esos días,  cuando voy a comprar el pan cerca a la iglesia, una pareja de la tercera edad, me mira, ella murmura, se aferra al brazo de su marido y de allí aún  nace una gran incógnita. ¿Qué pensarán?

domingo, 12 de junio de 2011

De lazarillo peligroso



Salía de la Casa de Nariño, para dirigirme a la sede administrativa de la Presidencia de la República,  cuando escuché que uno de los integrantes del personal de seguridad le indicaba a un ciudadano que debía dirigirse al edificio en donde funcionan las oficinas de atención al público.

Me causó curiosidad pues también iba en esa dirección y volteé a mirar y observé que quien recibía la información era un señor invidente. Presto, me acerque y me ofrecí para guiarlo. El funcionario le manifestó al citado ciudadano que afortunadamente encontraba quien lo llevara.

Así sucedió. Agarré el brazo del señor, como normalmente creemos que debe hacerse, pero él se detuvo y con acento de locutor habló:

-          Usted trabaja con el presidente, debe ser muy educado, ¿pero sabe? Casi nadie, sin importar sus estudios y  condición social, sabe que la mejor forma de guiar a un ciego es ofrecerle el brazo para que uno lo agarre y pueda guiarse. Así,  de la forma como lo hace, usted parece el invidente, yo el lazarillo y además su secretario porque le llevo el bastón y también las gafas negras.

Lo dijo con tal seriedad que me sentí regañado, pero al instante soltó una pegajosa risa:
- Juijuijuijui y movía los hombros al ritmo de las carcajadas. De repente esa risa se apagó.

-  Bueno, ya me burlé un rato. Ahora si pongamos serios.  Y dirigiendo su rostro hacia donde me encontraba manifestó:

- Entonces yo me aferro a su brazo así voy más seguro y puedo “cerrar mis ojos”.

Encogió el tradicional bastón que usan los invidentes y me apretó el brazo, como cuando el jinete presione a su cabalgadura.  Iniciamos la marcha hacia la otra edificación.

La distancia era muy corta, no pasaba de los 150 metros. Había que salir por la carrera octava, llegar a la calle séptima, pasar por esa cuadra del palacio que es la entrada para los vehículos, cruzar luego la carrera séptima para después de caminar unos 40 pasos, arribar a la sede administrativa.

- Me imagino que es la primera vez que sale a pasear de gancho con un cieguito, juiuiuiui, anotó mi acompañante.

Con mi ocasional y burlón compatriota volteamos por la esquina, sitio en donde el anden se vuelve casi cinco veces más ancho que los normales, nos acercábamos a las puertas vehiculares, miré a los soldados que hacen guardia y por estar pendiente de saludarlos, olvide decirle a mi acompañante que justamente en ese sitio había un insólito escalón.

El señor tropezó, no logró asirse bien de mi brazo y cayó.
-          ¡Dios mío!, exclamó desde ese suelo tapizado con baldosín rojizo, ¡no puede ser que me hayas enviado un sicario de ciegos y que el atentado ocurra frente a la casa del presidente! ¡Afortunadamente no era un hueco!

Lo dijo casi gritando y por supuesto los dos soldados uniformados de azul, del batallón Guardia Presidencial, me miraron con cierto recelo y por su expresión no sabían si era en serio o en broma la proclama.

Avergonzado por mi despiste, le ayude a ponerse de pie, le presente mis dolidas disculpas a lo que respondió:

-          Lo que faltaba, ahora parece que el afectado es usted porque con esa voz chillona y seguro que con los ojos llorosos, la gente se preguntará que le haría ese miserable ciego, ¿no? Juijuijui….

Definitivamente el humor de este parroquiano era especial.
-          Bueno, sigamos que yo tengo una cita con un consejero que parece que me va a ayudar, apurémosle y sacudiéndose el pantalón y el saco me agarró nuevamente el brazo y me presionó con su mano. Seguimos andando.

Pero aún faltaba otra pulla:
-          Es que no lo puedo creer. Increíble que me vaya de jeta nada menos que frente a la casa del presidente de Colombia y que el culpable sea uno de sus colaboradores. Definitivamente, hoy si cambio de refrán: No hay peor ciego que un despistado.

Y así entre puntillazos llegamos a la sede administrativa. Obviamente  le avise que debía subir unas gradas, que la puerta era angosta y que debía cruzar por un escaner de seguridad. Lo guié hasta donde el soldadito que manejaba el aparato electrónico, pero antes de pasar por el sistema de seguridad dijo en voz alta:

-          Gracias Señor, por fin he llegado a un sitio seguro. Que sería de mi si tuviera que andar otras cuadras más con este enemigo. Y tanteando en donde yo estaba, me ubicó, me cogió del saco y en voz baja me dijo:

-          Gracias por el favorcito, la próxima vez esté pendiente de lo que hace y con quien lo hace y si Dios no quiera, llegara a perder la vista, nunca pierda el sentido del humor.

Y dando bastonazos siguió a su cita.  

sábado, 4 de junio de 2011

Pirómano por... (ya se imaginan)




No pasaba aún de los 16 años de edad y ya llevaba tres enamorado perdidamente de esa muchacha cinco años mayor que yo. Ese amor platónico me condujo a que un día con el dinero para pagar la pensión del colegio Cafam, tomara una flota San Vicente y me dirigiera a Popayán, ciudad en donde residía desde hacía unos pocos meses mi imprescindible fantasía.

Tenía las indicaciones del nuevo hogar de mi amada, porque la mamá me indicó con todo detalle las coordenadas para que viajara en las vacaciones de fin de año. Pero debido al desespero de enamorado, arribé seis meses antes.

Era una finca que quedaba cerca de la ciudad capital del departamento del Cauca. A pie, desde el centro, se llegaba en media hora. Se llamaba Los Sauces y había sido abandonada por sus dueños, a causa de la invasión realizada a la entrada del terreno y la construcción de humildes viviendas.

Ante la urgida necesidad, los familiares de mis amigos, solo pudieron ofrecerles ese inmueble, que pese a su deterioro, entregaba mucha comodidad por su amplitud y una preciosa vista, porque  se ubicaba sobre una colina.

Una historia decía que allí había pernoctado una noche el Libertador Simón Bolivar, camino al sur del país. También, que por ahí estaba enterrada una inmensa guaca, escondida en un túnel de varios kilómetros, construido por los indígenas y que en las noches se escuchaban las pisadas de miles de indios trabajando en ese subterráneo.

Así que el palacio de la reina, dueña  de mi mente, tenía sus fantasmas como en todo cuento de hadas que se respete, y además, contaba con la categoría social adecuada para que ella, desfilara entre la admiración del pueblo.

La casona colonial en efecto era muy grande. Alcobas, comedor, cocina, alacena  y baños, se ubicaban alrededor del gran patio. Para cocinar se usaba la leña, que íbamos cada tres días a conseguir en la montaña. Para que el fuego encendiera rápido usaban gasolina, la cual extraían de un bidón de cinco galones.

La consigna de todos los días era que quien se levantara primero, encendía “con extremo cuidado” el fuego y preparaba el café. La advertencia incluía cerciorarse que no hubiera brasa en la estufa para así empapar los leños con el combustible y éste debía haber sido trasvasado  a una botella o mojado en un pedazo de tela.

Ese día me levanté  como a las seis de la mañana. Luego de dar una vuelta por los alrededores de la casona, me dirigí a la vieja cocina y me deleité un rato observando lo amplia y alta que era. Me impresioné con las grandes puertas de una alacena auxiliar y quedé fascinado por esa estufa tan vieja, pero tan fuerte.

En ese instante me decidí a preparar el café.

No recordé ninguna de las indicaciones. Con mucha dificultad alce el bidón y lo puse sobre la estufa. Calculé y bastaría con que lo inclinará unos pocos centímetros para que cayeran algunas gotas de gasolina sobre unos maderos que estaban apagados, luego bajaría el colosal envase plástico y procedería a prender el fuego.

Eso hice, pero sin cerciorarme si había tizones entre esa leña. Error. El fuego se levanto, entró al bidón, lo solté, la gasolina se extendió, una parte de mi cabello se prendió, los zapatos tenis se encendieron y salí corriendo de la cocina.

n      ¡Fuego, fuego, provoqué un incendio en la cocina !, gritaba desesperadamente.   
De inmediato fueron saliendo mis anfitriones. Peter, Raúl, Adolfo y ella, Patricia, quien atinó a ponerme una toalla en la cabeza y un chal en los píes.

-          Todos al jeep, dijo Peter  y acatamos la orden. El vehículo arrancó, bajamos la colina, se detuvo para que yo abriera la portada, volteamos a mirar y salía humo de la parte trasera de la casa.

-          ¡Un momento grito Patricia, dejamos a mi mamá!

Claro, doña Lucila estaba enferma y seguramente no escuchó todo ese ruido. Peter puso reversa y nos devolvimos por la mamá. Nos bajamos a rescatarla y ella con cobijas, almohadas y unas hamacas estaba controlando el incendio.

-          Vengan, ayúdenme, ordenó.

El fuego desapareció. El humo comenzó a disiparse, la cocina quedo totalmente negra. Todos me miraron y como si estuvieran de acuerdo menearon la cabeza. Ellos ya me conocían por algo que una vez les hice en su apartamento en Bogotá.