sábado, 4 de junio de 2011

Pirómano por... (ya se imaginan)




No pasaba aún de los 16 años de edad y ya llevaba tres enamorado perdidamente de esa muchacha cinco años mayor que yo. Ese amor platónico me condujo a que un día con el dinero para pagar la pensión del colegio Cafam, tomara una flota San Vicente y me dirigiera a Popayán, ciudad en donde residía desde hacía unos pocos meses mi imprescindible fantasía.

Tenía las indicaciones del nuevo hogar de mi amada, porque la mamá me indicó con todo detalle las coordenadas para que viajara en las vacaciones de fin de año. Pero debido al desespero de enamorado, arribé seis meses antes.

Era una finca que quedaba cerca de la ciudad capital del departamento del Cauca. A pie, desde el centro, se llegaba en media hora. Se llamaba Los Sauces y había sido abandonada por sus dueños, a causa de la invasión realizada a la entrada del terreno y la construcción de humildes viviendas.

Ante la urgida necesidad, los familiares de mis amigos, solo pudieron ofrecerles ese inmueble, que pese a su deterioro, entregaba mucha comodidad por su amplitud y una preciosa vista, porque  se ubicaba sobre una colina.

Una historia decía que allí había pernoctado una noche el Libertador Simón Bolivar, camino al sur del país. También, que por ahí estaba enterrada una inmensa guaca, escondida en un túnel de varios kilómetros, construido por los indígenas y que en las noches se escuchaban las pisadas de miles de indios trabajando en ese subterráneo.

Así que el palacio de la reina, dueña  de mi mente, tenía sus fantasmas como en todo cuento de hadas que se respete, y además, contaba con la categoría social adecuada para que ella, desfilara entre la admiración del pueblo.

La casona colonial en efecto era muy grande. Alcobas, comedor, cocina, alacena  y baños, se ubicaban alrededor del gran patio. Para cocinar se usaba la leña, que íbamos cada tres días a conseguir en la montaña. Para que el fuego encendiera rápido usaban gasolina, la cual extraían de un bidón de cinco galones.

La consigna de todos los días era que quien se levantara primero, encendía “con extremo cuidado” el fuego y preparaba el café. La advertencia incluía cerciorarse que no hubiera brasa en la estufa para así empapar los leños con el combustible y éste debía haber sido trasvasado  a una botella o mojado en un pedazo de tela.

Ese día me levanté  como a las seis de la mañana. Luego de dar una vuelta por los alrededores de la casona, me dirigí a la vieja cocina y me deleité un rato observando lo amplia y alta que era. Me impresioné con las grandes puertas de una alacena auxiliar y quedé fascinado por esa estufa tan vieja, pero tan fuerte.

En ese instante me decidí a preparar el café.

No recordé ninguna de las indicaciones. Con mucha dificultad alce el bidón y lo puse sobre la estufa. Calculé y bastaría con que lo inclinará unos pocos centímetros para que cayeran algunas gotas de gasolina sobre unos maderos que estaban apagados, luego bajaría el colosal envase plástico y procedería a prender el fuego.

Eso hice, pero sin cerciorarme si había tizones entre esa leña. Error. El fuego se levanto, entró al bidón, lo solté, la gasolina se extendió, una parte de mi cabello se prendió, los zapatos tenis se encendieron y salí corriendo de la cocina.

n      ¡Fuego, fuego, provoqué un incendio en la cocina !, gritaba desesperadamente.   
De inmediato fueron saliendo mis anfitriones. Peter, Raúl, Adolfo y ella, Patricia, quien atinó a ponerme una toalla en la cabeza y un chal en los píes.

-          Todos al jeep, dijo Peter  y acatamos la orden. El vehículo arrancó, bajamos la colina, se detuvo para que yo abriera la portada, volteamos a mirar y salía humo de la parte trasera de la casa.

-          ¡Un momento grito Patricia, dejamos a mi mamá!

Claro, doña Lucila estaba enferma y seguramente no escuchó todo ese ruido. Peter puso reversa y nos devolvimos por la mamá. Nos bajamos a rescatarla y ella con cobijas, almohadas y unas hamacas estaba controlando el incendio.

-          Vengan, ayúdenme, ordenó.

El fuego desapareció. El humo comenzó a disiparse, la cocina quedo totalmente negra. Todos me miraron y como si estuvieran de acuerdo menearon la cabeza. Ellos ya me conocían por algo que una vez les hice en su apartamento en Bogotá.  


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