Acostumbro a “asustar” a mis seres queridos. Unas veces apareciéndome o desapareciendo de improviso, simulando actitudes que creen confusión o ideando trampas. Obviamente que muchas veces estas no resultan y lo que queda es un sentimiento negativo en el afectado y el empañamiento a mi reputación.
Esto me sucedió hace poco con una señora. Desafortunadamente, desconocida, con ella pasó lo siguiente:
Regresabamos a casa, Lizette, mi esposa dijo que iba a entrar al pequeño oratorio franciscano que queda en la parroquia. Le dije que lo hiciera mientras compraba en la esquina una deliciosa mazamorra limeña hecha con maíz morado, arroz con leche y leche condensada.
Regresé y me ubiqué cerca de la puerta del oratorio. Terminaba de deleitarme con ese fabuloso dulce, cuando se me ocurrió la gran idea de pegarle un susto a Lizette.
Recordé que estaba vestida con pantalón y zapatos negros y una blusa color crema. Así que me escondí y calculé el momento cuando divisara esas prendas para aparecerme intempestivamente y simultáneamente le gritaría. Me imaginaba su cara de terror.
Desde el lugar en donde estaba logre ver las prendas de vestir de mi familiar víctima. Se acercaba con su pantalón y zapatos negros y una blusa clara. Calculadamente salí, grité y oh, el asustado fui yo.
Otro gran grito provino de una garganta no conocida. Una señora de unos 70 años con ojos llenos de pavor, una expresión facial desencajada y pálida, con sus dos manos agitándose desesperadamente como queriendo que el aire fuese una cortina para cerrarla y no ver la escena, aparecieron frente a mi. No podía ser. No era Lizette, pero vestía muy parecido.
La señora pareció desvanecerse, tiré el recipiente del postre y afortunadamente logré darle soporte con mis brazos mientras le suplicaba que me perdonara porque había ocurrido un error.
No sabía que otra cosa decirle y mucho menos explicarle el por qué de lo que acaba de hacer, imposible. La dama no podía pronunciar palabra y aún se apoyaba en mí cuando apareció sonriente quien ha debido ser la víctima.
- Hola mi amor, ¿qué le pasa a la señora, está enferma?
De inmediato, la señora recobró su fuerza me golpeó en el pecho y dijo que yo era un imbécil, entre otros calificativos, se sacudió y fue hasta la zona en donde parquean los vehículos. La miramos un momento y Lizette me interrogó sobre lo sucedido.
Mientras iniciábamos la marcha le conté respecto a la confusión ocurrida y el miedo que tuve al ver a la señora a punto de infartarse. Estaba expresando ese temor, cuando una voz fuerte me estremeció:
- Oiga usted, ¿Por qué asustó a mi señora? ¿Se cree muy chistoso, no?
Era un señor como de la misma edad de mi ocasional afectada y estaba muy alterado.
Quien intercedió fue mi mujer:
- Señor, hubo una confusión. Mi esposo intentaba asustarme, como de costumbre lo hace y pensó que quien salía del oratorio era yo, y por eso saltó y gritó. Cómo se le ocurre que él vaya a hacer una broma de esas a una persona que no conoce. Por favor discúlpelo.
Naturalmente que el señor me observó detenidamente intentando descubrir alguna tara que pudiera concordar con ese repentino proceder hacia una extraña anciana, su mujer.
Por fin atiné a decir algo:
-Señor, nuestras esposas están vestidas casi en forma idéntica. Solamente que desde donde yo estaba, no podía ver la cabeza de quien aparecía y coincidencialmente pasó su señora. Pero dado que vestía como mi mujer, deduje que quien salía era ella y zas que me lance a asustarla…
El señor no me dejo terminar mi explicación. No dijo nada. Me miró con la desaprobación más grande que he podido recibir y volteó la espalda. Se fue hacia el vehículo y arrancaron. Pasaron frente a nosotros. La señora aún me miraba aterrorizada.
Muchos domingos han pasado y en algunos de esos días, cuando voy a comprar el pan cerca a la iglesia, una pareja de la tercera edad, me mira, ella murmura, se aferra al brazo de su marido y de allí aún nace una gran incógnita. ¿Qué pensarán?
No hay comentarios:
Publicar un comentario