Con mi familia vivimos muchos años en un cuarto piso. Cuando alguno de nosotros, los varones, llegaba tarde y no tenía llaves, recurría a tirar piedritas o monedas a una de las ventanas, con el fin de despertar a quien dormía en esa habitación. No timbrábamos para evitar incomodar a los demás miembros de la familia.
Esa fue una costumbre de muchos años. Todos los hombres López Arias éramos expertos lanzadores y solamente bastaba una piedra o una moneda para dar en el blanco. La costumbre nos llevó a medir fácilmente la inclinación, velocidad y fuerza del proyectil. Dicha habilidad nos fue útil en muchísimas ocasiones, inclusive en los apuros de amigos y vecinos.
Pero, una vez, nada menos que en París, la ciudad en donde siempre soñé con tener la oportunidad, entre otras, de tomar vino y comer queso mirando la torre Eiffel, quise recurrir a esta costumbre de lanzador y se originó todo un lío del cual pude salir gracias a la providencia.
Estaba en comisión en la majestuosa capital francesa. Este desplazamiento se hizo en avión comercial, por lo que yo era el encargado de confirmar el regreso directamente con la oficina de Avianca en ese país. Si el viaje hubiese sido en la nave presidencial, no habría obviamente necesidad de nada, incluso ni siquiera de ir a emigración porque un sargento habría hecho todo el trámite del personal desplazado.
Bueno, como llegamos una semana antes que el presidente, y supuestamente con el tiempo suficiente para haber procedido a gestionar la confirmación del regreso, obligatoriamente tenía que hacerlo, así tuviera que evadirme por algunas horas del trajín de la agenda presidencial.
Ese momento tenía que ser el viernes pues viajaríamos el lunes a primera hora junto con mis compañeros de prensa. Así que en un momento y sin posibilidad que el guía que había contratado la embajada me llevara, emprendí el camino a la oficina de la aerolínea colombiana. Llevaba un mapa que me prestó dicha persona y que tenía señaladas las indicaciones del caso.
No tuve ningún inconveniente sino hasta que salí de la estación del metro y me di cuenta que el mapa ya no estaba en mi bolsillo. Me devolví a buscarlo y ya no había nada que hacer. Eran las 4 y 30 de la tarde y esa oficina atendía hasta las cinco. Recordaba que el guía me dijo que aproximadamente Avianca estaba a unas diez cuadras de esa estación.
Seguro de nuestra bien alimentada malicia indígena, emprendí el camino hacia mi destino. Confiaba que lo encontraría, así tuviera que hablar francés.
- S'il vous plaît monsieur, où est cette adresse ?,
Interrogué a un señor que paso cerca. El caballero muy amablemente me respondió y con sus manos y gestos complementó la información y se fue sonriendo. Le agradecí obviamente en francés,
- Merci, très sympathique.
Quedé desconcertado. El diccionario para viajeros obviamente funcionaba para preguntar pero no para traducir lo que respondían. Así que no entendí ni jota de esa gentil explicación.
Cambié de estrategia y ya dije que no hablaba francés, que por favor me explicaran como llegar a esa dirección. Así fue que de tumbo en tumbo logré mi objetivo. Faltaban 15 minutos para que cerraran.
Presionado por las circunstancias, llegué de afán al edificio. Las oficinas de Avianca funcionaban en un tercer piso. Busqué el timbre y no había. Imposible, París, Francia, Europa, El primer mundo y no tenía un miserable timbre esa edificación.
Salía, miraba a ver si alguien de esa oficina se asomaba por la ventana y no. Miraba al pavimento y al asfalto a ver si encontraba una piedra, tampoco, ese si que era un pensamiento subdesarrollado. El desespero cundió y el instinto de supervivencia se despertó: Busqué entre los bolsillos y encontré unos francos. Una de esas monedas de níquel serviría para llamar la atención de los empleados de nuestra aerolínea bandera.
Así que con el franco en la mano miré al tercer piso, luego a mi derecha y calculé que debería lanzarlo desde la calle y con más fuerza que si fuera con una moneda colombiana, por que la francesa era menos pesada.
Me disponía a tirarla, cuando escuché una voz fuerte y de reojo observé un señor que se acercaba apresuradamente. Llegó a mi lado y agarró mi mano y con la otra, señalaba la moneda y luego estiraba el brazo y decía pum y señalaba una ventana de ese edificio. Sentí que me reprendía como si fuera mi abuelo.
A los segundos se acercó un policía y el señor le mostraba mi mano y luego imitó mis movimientos de lanzador de monedas. El gendarme me miraba y me hablaba y lo único que yo hice fue mostrarle mis credenciales de prensa y el pasaporte. El asunto se iba complicando hasta cuando observé que del edificio salía una muchacha y miraba un tiquete rojo con blanco.
Le grite desesperadamente, y ella se acercó. Era colombiana. Le explique quien era y que pasaba, ella habló en francés con el guardia, me hizo algunas preguntas y mis respuestas las tradujo al uniformado, quien me regresó mis documentos.
La chica me acompañó. Fuimos al edificio, presionó un pequeño botón que estaba al lado derecho, en la mitad y sobre el marco de la puerta y ésta se abrió. Solamente era eso, un botón, no los 20 que esperaba encontrar para poder ingresar.
- ¡La honte!
No hay comentarios:
Publicar un comentario