lunes, 31 de octubre de 2011

El Día del Brujo




30 de octubre de 1988. Son las ocho  de la noche y me encuentro de turno en la Secretaría de Prensa de la Presidencia de Colombia. He estado llamando por teléfono a algunos medios de comunicación de la ciudad de Cúcuta, para confirmarles el arribo al otro día del Consejero para la Pobreza Absoluta.

Salgo un momento de la sala de redacción y subo al despacho del consejero para ultimar detalles del viaje. Al regresar a la oficina un saludo me hace caer en cuenta del soldado de uniforme azul con rojo que está en una de las esquinas del pasillo en donde se ubica la prensa oficial de Palacio.

A los pocos minutos de sentarme en mi puesto escucho el tradicional golpe de tacones que usan los militares. Levanto la mirada y encuentro bajo el marco de la ancha puerta de color beige al  recluta del Batallón Guardia Presidencial con quien acabamos de intercambiar el formal buenas noches.

-         Disculpe señor que lo interrumpa, me dice con una voz muy juvenil. ¿Podría permitirme hacer una rápida llamada a mi familia?

Detallo el rostro del soldadito,  no pasa de los 20 años. Es trigueño, muy delgado y de mediana estatura.

-         No hay problema, siga y llamé. Ojala no lo encuentren sus superiores acá, porque lo sancionan, le recomiendo.

-         No se preocupe que no me demoro, responde y sigue al escritorio más próximo de donde levanta el auricular del aparato que está allí.  Pulsa varios números que indican que la comunicación es de larga distancia.

Intento concentrarme leyendo el texto de una  ley a la que hay que hacerle una presentación, pero la voz emocionada del uniformado lo impide.   

-         Aló , hola mija como está, hablaré rápido con Miluska porque estoy de guardia y me prestaron un teléfono en prensa. Si, intentaré llamarla en estos días que consiga dinero. Chao.

-         Aló mi cielo, ¿Cómo está mi preciosa hija? Bien mi amor, si, no, no puedo ir a pedir dulces contigo, no, tampoco mi nena linda, no tengo plata para  enviarte dulces, pero cuando vaya te llevare muchos. Sales con tu mamá y pides que sé que te van a regalar muchos. Ok mi brujita, te amo, cuídate y hazle caso a la mamá.

Y el soldado colgó el auricular. Sus ojos están llorosos.

 
       -         Muchas gracias señor, dice y cuando va a dar la vuelta para irse le pregunto:

-          ¿A que ciudad llamó? 

-         A Cúcuta, pero si desea, cuando me paguen le pago la llamada, responde muy prevenido.

-         No, no es por eso hombre. Es que tenía curiosidad por el acento de santandereano y ahora que cuenta que es de allá, le cuento que mañana coincidencialmente viajo a su ciudad. ¿Si quiere hago lo posible por hacerle llegar a su hija unos dulces?

-         ¿De verdad?,  responde mientras que una gran sonrisa se despliega en su agotado rostro.

-         Claro, mire, por plata no se preocupe, escriba en esta libreta la dirección, el barrio, referencias para llegar fácil y listo. Y en otra hoja redacte un mensaje para su hija.

El joven soldado hizo unos trazos muy rápidos, me entregó la libreta y se despidió con un fuertísimo apretón de manos. Leí el mensaje:

“Mi amada Brujita: No te imaginas cuánto deseo estar contigo para que esta noche sea la más dulce de todas. Pero como no puedo por ahora, un señor brujo te lleva los dulces que quieres. Te amo. Tu papi, Oscar. Y un bonito dibujo de una  bruja estaba pintado al final de la hoja.

Salí de turno y a dos cuadras de la Presidencia paré en una gran tienda para comprar dulces, galletas y también una brujita de chocolate montada en una escoba de una inmensa colombina, como si estuviera lista para el viaje al norte del país.

En Cúcuta se cumplió con el pesado cronograma de actividades del consejero. Mi retorno estaba para el último vuelo, que salía a las 7 de la noche. A las cinco terminó el corre – corre, así que le dije al conductor que la alcaldía  había puesto a nuestro servicio, que me llevara a la dirección que estaba anotada en mi libreta.

No hizo muy buena cara el chofer. Solo atinó a decirme que era muy lejos, en un suburbio peligroso y que posiblemente nos demoraríamos en encontrar esa dirección. Por lo tanto, enfatizó, no sería responsable si perdía el vuelo. Decidí decirles a mis compañeros de prensa que tomaran otro vehículo hacia el aeropuerto.

Y en verdad que casi no encontramos la casa de la brujita Miluska, porque además de la confusa dirección,  las vías totalmente destapadas y resbalosas por el invierno, estaba la cantidad de niños de ropas multicolores que gritaban “Halloween”, haciendo difícil transitar.

Por las indicaciones de muchas personas llegamos a la casa de destino. Era muy humilde y nos atendió una viejita quien manifestó que la niña había salido con su mamá a pedir dulces. Me disponía a entregarle el paquete cuando se acercó una niña con orejitas de conejo y unos pelos pintados en la cara.

-         ¿Miluska?. La niña no respondió y retrocedió  para resguardarse detrás de una jovencita de no más de 17 años.

-         ¿Qué se le ofrece señor?, interrogó la muchacha.


-         Buenas noches, respondí, me presenté y le conté que era enviado por Oscar.

Al escuchar ese nombre la niña se acercó intrigada. La joven no sabía que decir.

-         Bueno, Oscar aprovechó que yo venía a Cúcuta para enviarle a su hija este paquete. Y lo entregué a la niña.

La nota que escribió el soldado estaba pegada con una cinta  en la bolsa de papel regalo. La adolescente la retiró y la leyó, mientras que la niña impulsada por la emoción abrió el presente y con gritos y saltos celebraba su noche de brujas. La mamá se secaba unas lágrimas.

Ese día todo  salió a la perfección. Como por encanto los despistes desaparecieron y la magia de un soldadito me convirtió en brujo esa noche de Halloween.

lunes, 24 de octubre de 2011

Jhonnyzadas frente a la inseguridad



Ciudadano que se respete debe haber sufrido un atraco y muchos sustos o al revés. Así mismo, posiblemente tendrá en su haber ambos en igual cantidad. En mi caso, el primer sobresalto que tuve fue a los diez años, cuando después de retirar un par de zapatos de mi papá  en la remontadora, dos sujetos me los quisieron quitar y lloré tanto y en forma tan lastimera porque mi padre me torturaría, que los pillos se fueron, convencidos de haber hecho una buena obra.

El segundo, y en el cual resulté héroe sucedió dentro de un viejo bus, un día sábado por la avenida Caracas, en Chapinero. Iba hacia la oficina que el respetado periodista y profesor Humberto Kinjo arrendó para que un grupo de nosotros sus alumnos, aprendiéramos en la práctica otras cosas relacionadas con esta bella profesión.

Era de mañana.  Un terrible  dolor de cabeza y mucho sueño producto de la ingesta de licor de esa madrugada me llevaba medio dormido en una de las viejas sillas de ese bus. Llevaba entre las piernas y apoyada en el suelo, la máquina de escribir portátil marca Remington , propiedad de mi papá. Mi mamá me había advertido del cuidado a tener porque mis otros nueve hermanos la necesitaban también para sus trabajos.

Me había ubicado en la mitad del bus y dormitaba en el asiento que da al corredor del vehículo. . De repente un grito femenino me sobresaltó:

-         ¡Auxilio un ratero…….¡ y al instante oí el característico ruido de alguien que corre.

Allá en mi subconsciente presentí que me iban a robar la máquina de escribir y mi reacción fue estirar la pierna derecha. A los segundos alguien golpeó mi extremidad y cuando abrí los ojos, un sujeto caía al piso del bus, enredado por mi culpa

De inmediato muchos gritos se alzaron. Los de una señora que iba adelante y de unos señores que estaban detrás. En seguida puntapiés llovieron sobre el tipo y la señora recupero de las manos del desgraciado sujeto una cartera negra. El avivato quiso aprovecharse porque la puerta del bus estaba abierta y subió para robar cuando el carro se detuvo en el semáforo de la calle 60. Estábamos a pocas cuadras de la estación de policía de la Caracas con calle 66 y allí entregaron al ladrón.

Obviamente fui felicitado por mi solidaridad, pero especialmente por ese arrojo demostrado en la defensa de mis conciudadanos.

El tercer susto fue compartido con los cuatro muchachos que me intentaron robar. Caminaba distraído –algo extraño en mi – por la carrera 21 sobre el río Arzobispo (calle 43). Eran las 10 de la noche. Por la acera contraria se desplazaban los jóvenes, pero de un momento a otro se me acercaron y uno de ellos me dijo que me quedara quieto que era un atraco.

 Uno de los compinches dijo de inmediato:

-         Bajemos a este h.p al caño (río) y allá lo empelotamos.

Esa frase fue el detonante.  El miedo me invadió y algo que nunca pensé en hacer sucedió. Me puse la mano derecha sobre el corazón, me tiré al suelo y miré hacía arriba para que mis ojos quedarán en blanco.

-         Se nos murió este h.p. grito uno de los atracadores y todos salieron corriendo.

Estuve unos segundo ahí tirado.  Al levantarme pasaba una señora absorta en sus cosas y cuando notó ese extraño movimiento que surgía del piso, gritó despavorida y salió corriendo hacia el sur, mientras yo lo hacía en sentido contrario.

Un cuarto susto pero de lenta reacción  ocurrió cuando baje de una buseta en la calle 45 con carrera 17. Llevaba unos anteojos en el estuche y fijado al cinturón. El vehículo iba lleno y al intentar pasar la registradora para bajarme, había una sola puerta, sentí la apretujada.

Bajé, miré el estuche y estaba abierto. Sin pensarlo me volteé y la buseta aún estaba detenida porque el semáforo alumbraba rojo. Subí y con la voz más grave que nunca he hecho en toda mi vida grite desde los escalones:

-         El h.p que me robo lo anteojos o me los devuelve o aquí va a haber un muerto y metí la mano derecha al bolsillo de la chaqueta. El conductor me miró y grito que yo no viaja en su vehículo.

Al momento se acercó un tipo mas bajo  y en voz baja dijo:

-         Que a aquí le mandan para que se calle y se vaya para su casa. Y me entregó los anteojos.

Si que lo hice y rápido. El susto me invadió al pensar en lo mal que ha podido irme por semejante comportamiento.

Y el robo ocurrió en la carrera décima con calle 17, en pleno centro de Bogotá, cuando esperaba un bus en horas de la tarde. Salí de trabajar, hacía sol, desabotoné la camisa, corrí el nudo de la corbata y deje a la vista una bella cadena de oro. Cuando fui a subir al respectivo transporte, me cogieron por atrás del cuello, jalaron la joya, logré agarrar al ladrón, alcancé a darle dos patadas hasta que enfrente se paró el secuaz, me mostró un cuchillo y tuve que dejarlo ir. Frente a un arma, de despistado pase a loco.

domingo, 16 de octubre de 2011

Jhonnyzada 5



Durante la época de inconformidad con el establecimiento (no a la reglas) o mejor de vago, fui un asiduo asistente a las funciones de cine continúo que diversos teatros del centro de Bogotá  ofrecían a sus apreciados clientes.
Mogador, Lux y Faenza eran mis preferidos. En éste último me fascinaba entrar a mirar las dos películas acompañado de sendas empanadas chinas que vendían al frente, ahí sobre la calle 22.   A veces también iba con chinas de carne y hueso, pero era esporádico porque poco apetecían ir a esos cines que ya estaban en  decadencia y en donde era muy fácil una tocadita por parte de algún músico frustrado.
Siempre que entraba al recinto, alguna de las películas había comenzado, razón por la cual había que esperar a que iniciará para poder hilar toda la historia. Así que al ingresar a la sala de exhibición la única luz que guiaba a los usuarios, era la que proyectaba la misma película.  Si llegaba de noche, en una escena del filme, tenía que  esperar la madrugada,  en la película,  para poder buscar en donde sentarse.
Una tarde, luego de comprar dos empanadas, que parecían almuerzos empacados en bolsitas de harina y una  gaseosa, ingresé al Faenza, bella edificación que por esos años 70 estaba muy descuidada y que fue la más prestigiosa sala de cine de la época de mis padres. Eran tan elegante que el segundo piso fue construido con un balcón en forma de herradura que iba a lo largo de ambos lados del teatro.
Pues bien, desde el ingreso al lobby del cine, se escuchaba la risa del público. Eran  carcajadas cargadas de unas ganas impresionantes,  algo  extraño ya que en la cartelera anunciaban dos películas de  terror.
Corrí la pesada y mal olorosa cortina de color indescifrable y entre a la sala. En la pantalla no ocurría nada gracioso, por el contrario,  la escena del momento era  aterradora y ocurría de noche. Así que tuve que esperar a que apareciera un rayito de luz para buscar asiento. Las carcajadas se habían apagado.
Llegó esa breve luz surgida de una luna vista desde un cementerio y comencé a caminar en la búsqueda de una butaca. Miraba por lado y lado del pasillo central hasta que llegue a la mitad de las sillas. Allí a la izquierda, en pleno centro del teatro Faenza, toda una fila estaba vacía. Listo, allí pasaría otras cuatro horas de mi vida.
Entre a esa hilera de asientos y decidí hacerme en la mitad. Me senté. La sala estaba en silencio a la espera del desenlace en la tierra de los difuntos. Eso creí. Cuando quise apoyarme contra el espaldar de la butaca, seguí derecho y caí hacia atrás. Las carcajadas se tomaron el teatro y casi todas provenían de los balcones.
No había nada más que hacer. Adolorido, con la talega de las empanadas y sin gaseosa porque se regó, también subí a reírme de los desgraciados que caerían. Y si que fueron muchos porque en toda esa hilera, unas 15 sillas, ninguna tenía espaldar.

domingo, 9 de octubre de 2011

El periodista de la pobreza absoluta



Cuando me desempeñé como empleado oficial tuve a mi cargo el manejo de prensa del programa presidencial del gobierno Barco (1986 – 1990)  de Lucha contra la Pobreza Absoluta.

En tal función, acompañaba al  respectivo consejero en todas sus actividades sea cual fuera el destino nacional. Cierta vez y claro está, por un despiste, se originó la  burla  por parte de quienes se enteraron de lo ocurrido. Luego, con la suma de otras circunstancias, me bautizaron como el “periodista de la pobreza absoluta”.

Sucedió otra vez en Cartagena, ciudad prolija para mis idas a otros planetas. Se efectuaba una reunión de alcaldes latinoamericanos para tratar el tema de políticas para la disminución de éste  flagelo social de la pobreza extrema. El burgomaestre anfitrión se reuniría con los asistentes en un almuerzo que ofrecía en la hermosa sede de la alcaldía, en la ciudad amurallada.

Previo a ese agasajo, el consejero y los alcaldes invitados se reunieron a puerta cerrada y acordamos con mi jefe encontrarnos entonces en el almuerzo. Aproveché ese tiempo libre para ir con el camarógrafo que me acompañaba a algunas zonas marginales para captar imágenes de archivo.

Terminamos la actividad y nos dirigimos a la ciudad vieja. Al regreso, la congestión vehicular  del mediodía  hizo que llegáramos tarde. Junto con el técnico de sonido, entramos afanados al recinto y lo primero que observé fue el lugar en donde estaban los puestos para almorzar.  Los  encontré y  nos sentamos.

Comencé a observar  alrededor y no encontré ni al consejero ni al alcalde. Como estaba agitado por la subida  a ese segundo piso, decidí tomar agua. Levante la copa y en un gesto de camaradería y también de sorna le hice un brindis a Pedro, el compañero de labores.

No acababa de hacer este simbólico brindis, cuando se levantaron todas las copas de la mesa. Noté ese hecho pero no le di importancia alguna. En seguida rasgué el pan, lo unté mantequilla y lo lleve a la boca. Gran parte de los de la mesa hicieron lo mismo. En ese instante un presentimiento me hizo entender que estaban en donde no debía. Así fue.

Un escolta del consejero se acercó y sin poder contener la risa me dijo:

-         Hermanito, ¿ya se dio cuenta que se sentó en el puesto del alcalde y que su compañero ocupó el de su jefe?. Sino quiere avergonzarse cuando ellos lleguen, lo mejor es que se ubiquen en la mesa que está al lado que es la de la prensa. Pero rápido que ellos ya vienen.

Con la vergüenza de haberla embarrado y absolutamente sofocado por el episodio me retiré a mi sitio.

Cuando se enteraron  en la oficina, pues comenzaron los chistes. El que más tuvo acogida y fue adoptado para la burla fue aquel que el periodista de la pobreza absoluta estaba con tanta hambre que no le importó en donde sentarse, con tal de saciar su ayuno. Ese fue el comienzo. Luego siguió una broma que me hicieron y de cuya autoría nunca me enteré.

Para un viaje al departamento del Chocó debía llevar una caja de cartón con decenas de libros sobre los lineamientos del programa contra la pobreza absoluta. Así que junto con mi equipaje llevé esa valija. Desde el ingreso al aeropuerto Eldorado hasta mi llegada a El Caraño, en Quibdó  me di cuenta que por donde pasaba con el equipaje me miraban,  pero no le presté atención al asunto.

Cuando salía del terminal aéreo de la ciudad de destino, fue que detallé que el papel blanco con letras rojas  con el que identifiqué la caja tenía otra leyenda.  En vez de decir “Material delicado, Presidencia de la República”,  tenía escrito “Equipaje del periodista de la pobreza absoluta. Presidencia de la República”.

Y por último una graciosa anécdota terminó por alimentar a mi equipo de “detractores” quienes confirmaron que en efecto yo era el profesional que ellos aseguraban.

El equipo de prensa que me acompañaba rotaba de acuerdo a los turnos establecidos en la oficina. Una vez viajamos al departamento de Caldas un grupo que a no ser por lo simpático del impasse, no habríamos caído en cuenta de la imagen que proyectábamos entre los suspicaces.

Íbamos: el camarógrafo,  muy alto, casi 1.90 centímetros, pero de una delgadez extrema. El asistente, a quien le decían “mueble fino”, porque estaba “bien acabado”. El fotógrafo, de una colosal barriga y yo, con mi baja estatura.

El consejero hablaría ante un grupo grande de empresarios sobre la necesidad de aunar esfuerzos con la empresa privada para generar y apresurar soluciones al tema de la pobreza.. Así que en el salón y ubicados en toda la mitad junto a la cámara que se apoyaba sobre  un trípode,  estábamos los integrantes del equipo de prensa oficial..

Comenzó el acto y cuando el maestro de ceremonias leía el programa, un enorme ruido lo interrumpió. La cámara de televisión se había caído. El trípode estaba amarrado con una cabuya porque el mecanismo de ajuste de las patas se había dañado. El amarre se soltó y el aparato fue a dar al suelo.

Mientras asimilábamos lo ocurrido, uno de los asistentes, que hizo gala de su poder de observación explicó a viva voz:

- No nos extrañemos de lo que pasó. El tema por el que estamos acá es el de la pobreza absoluta. Y que mejor manera de sentirla que con el equipo de prensa que acompaña al consejero. Miren, dijo el espectador:

-         El equipo lo tienen que amarrar con una cabuya para que no les caiga. El camarógrafo es tan flaco que no puede cargar la cámara y por eso la tiene que poner en ese primitivo soporte. El asistente,  no parece ser empleado del gobierno,  sino contratado a última hora en un  suburbio, el fotógrafo tiene amibiasis y el periodista no creció por lo mal alimentado.

Todo el auditorio rió un largo rato. En el centro de aquel salón, cuatro funcionarios, caímos en cuenta de lo bien que representábamos ese programa gubernamental.  


lunes, 3 de octubre de 2011

Jhonyzadas (3)



Ayer corté una cortina plástica para acomodarla en la bañera. Estaba muy larga y cuando la puse en el respectivo tubo me quedó a las rodillas. Esa secuencia de cometer los mismos errores  continúa.  Por esa razón decidí dejar de recuerdo dicho elemento para  acordarme, cada vez que tenga que secar el baño,  que sigo siendo un despistado. Y hoy que tuve que hacer ese oficio, rememoré algunos otros episodios en donde mis intervenciones han sido desastrosas.

El electricista pirómano

La familia Chavez fue muy allegada desde su arribo al barrio La Soledad. Hicimos una pronta y buena amistad.  A los pocos días de conocidos y jugando al fútbol emulando a los jugadores del famoso mundial del  70 que por esos días se realizaba, la mamá, Doña Gloría me llamó y me dijo que si sabía de electricidad.

-         Claro, si señora, ¿qué se le ofrece?, respondí diligentemente.

-         Gracias mijito, necesito que mientras regreso ponga una toma eléctrica en la sala del apartamento. Ya retiré la que estaba dañada. Ahí, sobre la mesita de centro la dejé, junto con un destornillador. Suspendí la energía, así que con toda tranquilidad puede cambiarla y de una vez le entregó las llaves y le adelanto un dinero.

-         Y me entregó un billete de diez pesos, una suma colosal solamente por unir unos cables.

Terminado el encuentro futbolístico en donde representé con toda seriedad al famoso capitán de la selección inglesa, Bobby Moore, me dirigí a ese inmueble a realizar ese sencillísimo trabajo.

Nunca lo había hecho y ni siquiera sabía como era que funcionaba un sistema eléctrico. Cogí entonces los cuatro cables los uní, quedó hasta un bonito nudo multicolor. Atornillé la toma nueva y salí de urgencia a tomar pan y comer roscón en Viverpan, el negocio de moda.

Por la tarde llegó a mi casa uno de los Chávez, quien me dijo que Doña Gloria me necesitaba de inmediato. Contento porque seguro me iba a agradecer el pequeño arreglo que hice, caminos las tres cuadras que separaban las dos viviendas.

Íbamos llegando al tercer piso y desde las escaleras olía a quemado. Campo Elías Chávez  abrió la puerta y el olor fue mucho más fuerte. Una tenue barrera de  humo flotaba en la sala y al lado de una pared antes blanca, ahora de muchos tonos claros  oscuros, estaba  la mamá.


      
-         Ayyy mijito, no sé porque le pedí este favor. Afortunadamente fue solo la chamuscada de la pared.  Venga la muestro que era lo que tenia que hacer. Ese día entendí algo de esa materia, pero especialmente creí que aprendería a decir no.


La aspiradora que no inspiró

Compré una aspiradora roja, aerodinámica, que invitaba a jugar más que a asear. A los tres meses de haberla estrenado, no volvió a cumplir con su objetivo. De inmediato la abrí y comencé a detallar que podría haber sido.

Revisé el motor, todo estaba normal (?), la tapé. Prendí,  el motor funcionaba y nada que succionaba.  Nuevamente la abrí y decidí meterle mano al motor. A lo mejor que era de hacerle unos ajustes. Así fue. Pero me sobraron unas cuantas piezas a la hora de armarlo.

-         Que vaina, increíble que no me haya dado maña de volver a armar este aparato, me recriminé. Si a lo menos hubiera hecho un dibujo o un plano para saber el sitio de cada pieza, me torturaba. Bueno no había nada más que hacer sino llevarla en otra oportunidad al experto. Así que opte por dejarla en el suelo para más tarde guardarla.

Aburrido a la enésima potencia, fui a la cocina a prepararme un jugo y tranquilizarme. Estaba en esas cuando mi hijo Jhonny que apenas tenía cuatro años, comenzó a jugar con los tres tubos plásticos de distintos tamaños de la aspiradora, utilizándolos como binóculos.

Regresé a la sala y me senté a observarle la diversión. Miraba con uno y me saludaba, luego con el otro y me decía ¡Hola papi¡ Pero con el tubo más largo lo dirigía a mi y no me decía nada. Así lo hizo varias veces hasta que me gritó:

-         Papi no puedo mirar por acá, y me señaló ese tubo.
-        
Agarré el tubo y al intentar mirar, note que estaba obstruido. Busque la escoba y metí el palo en el hueco y al otro lado salió una media del  uniforme de mi hija Diana. Esa era la obstrucción de la aspiradora.

¿Por qué antes de desbaratarla, no utilicé la lógica?




Lavadora  y glu, glu….

Con mi hijo viví en Cartagena por una época. El apartamento que alquilamos era muy bonito, se ubicaba en un cuatro piso y todo en ese inmueble parecía perfecto. Pero llegó un  día que por culpa de mis despistadas uno error en su construcción salió a flote.

Era domingo y luego de almorzar reposamos un rato para dirigirnos hacia la playa. Antes de salir, decidí  conectar la lavadora, electrodoméstico que esa misma mañana tuvo su respectiva limpieza.
 
Salimos a disfrutar brisa, playa y mar, como dice la canción, y regresamos muy contentos después de unas tres horas aproximadamente. Subíamos al edificio y a la altura del tercer piso el inquilino, con un balde, escoba y trapos,  nos advirtió que estaba saliendo agua del apartamento. Efectivamente, rodaba agua por las escaleras y se entraba a su propiedad.

Abrimos la puerta el agua se extendía por casi todo el apartamento. Nos dirigimos a patio de ropas y claro, encontramos que no había  un sifón ni allí ni en la cocina,  pero lo grave era que el agua que nos inundaba había salido de la manguera de la lavadora que no conecté cuando la limpie. Tras una labor aburrida y ayudados por toallas, trapero, balde y recogedor logramos superar el inconveniente.

Mientras descansábamos de esa inesperada labor, puse a funcionar de nuevo la lavadora pues allí estaba el uniforme de mi hijo Jhonny. Me dormí viendo televisión, mi hijo estuvo en el computador y como a la hora él me despertó de un grito:

-         ¡Papi otra vez nos inundamos…ven rápido!

Imposible me dije, salí de inmediato y así era. Nuevamente anegados. Con el ajetreo que acabábamos de tener, se me olvidó nuevamente poner la maguera en la  lavadora. Pero esta vez cuando ya terminábamos y al torcer el trapeador, sentí que algo me chuzó el dedo índice de la mano derecha. Fue doloroso, pero de inmediato hice una curación, conecté la manguera, la ropa estuvo lavada y secada,  la planché y el dedo me molestaba un poco.

Al otro día la mano lesionada estaba completamente hinchada. Como pude preparé el desayuno a mi hijo, le acompañé al bus y fui a la clínica. Me aplicaron inyecciones antitetánicas y la mano que parecía una masa deforme, estuvo en se estado durante ocho días.

Mi hijo, muy comprensivamente no me dijo nada. Hace poco le pregunté  la razón y me respondió:

-         Pensé en decirte que eras un imbécil. Pero con ese grito de dolor y después con tu  mano de monstruo, me diste mucho pesar.