domingo, 16 de octubre de 2011

Jhonnyzada 5



Durante la época de inconformidad con el establecimiento (no a la reglas) o mejor de vago, fui un asiduo asistente a las funciones de cine continúo que diversos teatros del centro de Bogotá  ofrecían a sus apreciados clientes.
Mogador, Lux y Faenza eran mis preferidos. En éste último me fascinaba entrar a mirar las dos películas acompañado de sendas empanadas chinas que vendían al frente, ahí sobre la calle 22.   A veces también iba con chinas de carne y hueso, pero era esporádico porque poco apetecían ir a esos cines que ya estaban en  decadencia y en donde era muy fácil una tocadita por parte de algún músico frustrado.
Siempre que entraba al recinto, alguna de las películas había comenzado, razón por la cual había que esperar a que iniciará para poder hilar toda la historia. Así que al ingresar a la sala de exhibición la única luz que guiaba a los usuarios, era la que proyectaba la misma película.  Si llegaba de noche, en una escena del filme, tenía que  esperar la madrugada,  en la película,  para poder buscar en donde sentarse.
Una tarde, luego de comprar dos empanadas, que parecían almuerzos empacados en bolsitas de harina y una  gaseosa, ingresé al Faenza, bella edificación que por esos años 70 estaba muy descuidada y que fue la más prestigiosa sala de cine de la época de mis padres. Eran tan elegante que el segundo piso fue construido con un balcón en forma de herradura que iba a lo largo de ambos lados del teatro.
Pues bien, desde el ingreso al lobby del cine, se escuchaba la risa del público. Eran  carcajadas cargadas de unas ganas impresionantes,  algo  extraño ya que en la cartelera anunciaban dos películas de  terror.
Corrí la pesada y mal olorosa cortina de color indescifrable y entre a la sala. En la pantalla no ocurría nada gracioso, por el contrario,  la escena del momento era  aterradora y ocurría de noche. Así que tuve que esperar a que apareciera un rayito de luz para buscar asiento. Las carcajadas se habían apagado.
Llegó esa breve luz surgida de una luna vista desde un cementerio y comencé a caminar en la búsqueda de una butaca. Miraba por lado y lado del pasillo central hasta que llegue a la mitad de las sillas. Allí a la izquierda, en pleno centro del teatro Faenza, toda una fila estaba vacía. Listo, allí pasaría otras cuatro horas de mi vida.
Entre a esa hilera de asientos y decidí hacerme en la mitad. Me senté. La sala estaba en silencio a la espera del desenlace en la tierra de los difuntos. Eso creí. Cuando quise apoyarme contra el espaldar de la butaca, seguí derecho y caí hacia atrás. Las carcajadas se tomaron el teatro y casi todas provenían de los balcones.
No había nada más que hacer. Adolorido, con la talega de las empanadas y sin gaseosa porque se regó, también subí a reírme de los desgraciados que caerían. Y si que fueron muchos porque en toda esa hilera, unas 15 sillas, ninguna tenía espaldar.

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