lunes, 7 de noviembre de 2011

Jhonnyzadas: Osos en la profesión




Entre las primeras prácticas como estudiante de periodismo estuvieron las que hice en Radio Melodía, en el noticiero Cundinamarca al Día. El jefe de redacción, Jairo Humberto Rico, me asignó como fuente de información el sector sindical.

Básicamente, había que llamar a las centrales obreras  y al ministerio de Trabajo y recibir llamadas de líderes sindicales de las distintas empresas. Constantemente había noticias y muy de vez en cuando se presentaba la necesidad de salir a cubrir información en “vivo y directo”, término muy de moda hoy en día.

Una tarde, Jairo Humberto me dijo que me desplazara urgente a la Central de Abastos de Bogotá, ubicada el sur occidente de Bogotá, porque el sindicato anunciaría en rueda de prensa la hora cero para iniciar una huelga. Era una noticia importante porque dejaría desabastecida de alimentos a la capital.

El noticiero era de una hora de duración en cada una de sus tres emisiones. Así que contaba apenas con el tiempo límite para llegar al lugar de los acontecimientos empaparme del asunto y llamar de inmediato para entrar en directo al informativo de la noche.

Llegar al lugar fue muy difícil por la congestión. Así que cuando arribé a Corabastos disponía de apenas cinco minutos para hacer mi informe. Tan pronto llegué pregunté por el presidente del sindicato, pero estaba ocupado en declaraciones a otra emisora. Así que pedí que me llamaran a otro dirigente mientras me conectaba por teléfono con el noticiero.

Mi jefe estaba a punto de infarto y de inmediato me dio cambio, hice la presentación mientras se acercaba el entrevistado. Cuando lo tuve a mi lado y luego de presentarlo, le lancé la primera pregunta:

-         Buenas noches,    ¿Habrá huelga a partir de mañana?

-         Bubbububuennnnaasss nooooonoochhesss. Me llaaaaammmmoooo Juuuuuuaannnnnn Peeeeereeeezzzz…….

No lo podía crear. Increíble que mi suerte fuera tal que el entrevistado resultara tartamudo. ¿Qué hacer? Lo único que se me ocurrió fue dejarlo al auricular y hacerle señas para que siguiera hablando, mientras iba a buscar otro dirigente.

Cuando regresé, el entrevistado me entregó el auricular y al acercarlo a la oreja se escuchó el tradicional sonido que indica que la comunicación se cortó. Apresurado marque a la emisora y pasó Jairo Humberto, me dijo algunas gruesas palabras y me anuncio  que pasaría a la historia por entrevistar para radio a un señor con deficiencias en el habla.

 Una entrevista con pan caliente

Tenía que entrevistar al entonces director del Instituto de Desarrollo Urbano, IDU, Isnardo Árdíla Díaz, en su oficina en la carrera séptima con calle 21, en la sede de la Empresa de Teléfonos de Bogotá.

La secretaria me dijo que su jefe estaba muy ocupado y que si quería podría darme una vuelta y regresar en unos 20 minutos. Le respondí que me quedaría leyendo el periódico. Estaba en esas, cuando recordé que a pocos pasos se encontraba la panadería El Cometa, ah, esa delicia de pan francés me esperaba.

Decidí entonces ir hasta ese lugar a deleitarme. Con una gaseosa y pan caliente saboreé el manjar de harina de trigo y pedí otros panes más para llevar al periódico en el que trabajaba.

Regrese a la oficina del IDU y de inmediato me hicieron pasar a la oficina del gerente. Saludo protocolario y mientras hacia una corta exposición del motivo de la entrevista  note que el funcionario olía y movía la nariz como buscando algo a punta del olfato.

Me disponía a hacerle la primera pregunta cuando me interrumpió:


-- Periodista, usted tiene pan escondido?

-         Si doctor, de El Cometa, por qué?
-         Mire no puedo concentrarme oliendo nada menos que pan francés. Así que invíteme a degustar y yo pido que nos traigan café. ¿De acuerdo?

Fue la primera y última entrevista que hice con un interludio para tomar medias nueves. Creo que esa también fue la única ocasión en que un directivo cayó sin más en la tentación de un pan caliente camuflado por un periodista despistado.





lunes, 31 de octubre de 2011

El Día del Brujo




30 de octubre de 1988. Son las ocho  de la noche y me encuentro de turno en la Secretaría de Prensa de la Presidencia de Colombia. He estado llamando por teléfono a algunos medios de comunicación de la ciudad de Cúcuta, para confirmarles el arribo al otro día del Consejero para la Pobreza Absoluta.

Salgo un momento de la sala de redacción y subo al despacho del consejero para ultimar detalles del viaje. Al regresar a la oficina un saludo me hace caer en cuenta del soldado de uniforme azul con rojo que está en una de las esquinas del pasillo en donde se ubica la prensa oficial de Palacio.

A los pocos minutos de sentarme en mi puesto escucho el tradicional golpe de tacones que usan los militares. Levanto la mirada y encuentro bajo el marco de la ancha puerta de color beige al  recluta del Batallón Guardia Presidencial con quien acabamos de intercambiar el formal buenas noches.

-         Disculpe señor que lo interrumpa, me dice con una voz muy juvenil. ¿Podría permitirme hacer una rápida llamada a mi familia?

Detallo el rostro del soldadito,  no pasa de los 20 años. Es trigueño, muy delgado y de mediana estatura.

-         No hay problema, siga y llamé. Ojala no lo encuentren sus superiores acá, porque lo sancionan, le recomiendo.

-         No se preocupe que no me demoro, responde y sigue al escritorio más próximo de donde levanta el auricular del aparato que está allí.  Pulsa varios números que indican que la comunicación es de larga distancia.

Intento concentrarme leyendo el texto de una  ley a la que hay que hacerle una presentación, pero la voz emocionada del uniformado lo impide.   

-         Aló , hola mija como está, hablaré rápido con Miluska porque estoy de guardia y me prestaron un teléfono en prensa. Si, intentaré llamarla en estos días que consiga dinero. Chao.

-         Aló mi cielo, ¿Cómo está mi preciosa hija? Bien mi amor, si, no, no puedo ir a pedir dulces contigo, no, tampoco mi nena linda, no tengo plata para  enviarte dulces, pero cuando vaya te llevare muchos. Sales con tu mamá y pides que sé que te van a regalar muchos. Ok mi brujita, te amo, cuídate y hazle caso a la mamá.

Y el soldado colgó el auricular. Sus ojos están llorosos.

 
       -         Muchas gracias señor, dice y cuando va a dar la vuelta para irse le pregunto:

-          ¿A que ciudad llamó? 

-         A Cúcuta, pero si desea, cuando me paguen le pago la llamada, responde muy prevenido.

-         No, no es por eso hombre. Es que tenía curiosidad por el acento de santandereano y ahora que cuenta que es de allá, le cuento que mañana coincidencialmente viajo a su ciudad. ¿Si quiere hago lo posible por hacerle llegar a su hija unos dulces?

-         ¿De verdad?,  responde mientras que una gran sonrisa se despliega en su agotado rostro.

-         Claro, mire, por plata no se preocupe, escriba en esta libreta la dirección, el barrio, referencias para llegar fácil y listo. Y en otra hoja redacte un mensaje para su hija.

El joven soldado hizo unos trazos muy rápidos, me entregó la libreta y se despidió con un fuertísimo apretón de manos. Leí el mensaje:

“Mi amada Brujita: No te imaginas cuánto deseo estar contigo para que esta noche sea la más dulce de todas. Pero como no puedo por ahora, un señor brujo te lleva los dulces que quieres. Te amo. Tu papi, Oscar. Y un bonito dibujo de una  bruja estaba pintado al final de la hoja.

Salí de turno y a dos cuadras de la Presidencia paré en una gran tienda para comprar dulces, galletas y también una brujita de chocolate montada en una escoba de una inmensa colombina, como si estuviera lista para el viaje al norte del país.

En Cúcuta se cumplió con el pesado cronograma de actividades del consejero. Mi retorno estaba para el último vuelo, que salía a las 7 de la noche. A las cinco terminó el corre – corre, así que le dije al conductor que la alcaldía  había puesto a nuestro servicio, que me llevara a la dirección que estaba anotada en mi libreta.

No hizo muy buena cara el chofer. Solo atinó a decirme que era muy lejos, en un suburbio peligroso y que posiblemente nos demoraríamos en encontrar esa dirección. Por lo tanto, enfatizó, no sería responsable si perdía el vuelo. Decidí decirles a mis compañeros de prensa que tomaran otro vehículo hacia el aeropuerto.

Y en verdad que casi no encontramos la casa de la brujita Miluska, porque además de la confusa dirección,  las vías totalmente destapadas y resbalosas por el invierno, estaba la cantidad de niños de ropas multicolores que gritaban “Halloween”, haciendo difícil transitar.

Por las indicaciones de muchas personas llegamos a la casa de destino. Era muy humilde y nos atendió una viejita quien manifestó que la niña había salido con su mamá a pedir dulces. Me disponía a entregarle el paquete cuando se acercó una niña con orejitas de conejo y unos pelos pintados en la cara.

-         ¿Miluska?. La niña no respondió y retrocedió  para resguardarse detrás de una jovencita de no más de 17 años.

-         ¿Qué se le ofrece señor?, interrogó la muchacha.


-         Buenas noches, respondí, me presenté y le conté que era enviado por Oscar.

Al escuchar ese nombre la niña se acercó intrigada. La joven no sabía que decir.

-         Bueno, Oscar aprovechó que yo venía a Cúcuta para enviarle a su hija este paquete. Y lo entregué a la niña.

La nota que escribió el soldado estaba pegada con una cinta  en la bolsa de papel regalo. La adolescente la retiró y la leyó, mientras que la niña impulsada por la emoción abrió el presente y con gritos y saltos celebraba su noche de brujas. La mamá se secaba unas lágrimas.

Ese día todo  salió a la perfección. Como por encanto los despistes desaparecieron y la magia de un soldadito me convirtió en brujo esa noche de Halloween.

lunes, 24 de octubre de 2011

Jhonnyzadas frente a la inseguridad



Ciudadano que se respete debe haber sufrido un atraco y muchos sustos o al revés. Así mismo, posiblemente tendrá en su haber ambos en igual cantidad. En mi caso, el primer sobresalto que tuve fue a los diez años, cuando después de retirar un par de zapatos de mi papá  en la remontadora, dos sujetos me los quisieron quitar y lloré tanto y en forma tan lastimera porque mi padre me torturaría, que los pillos se fueron, convencidos de haber hecho una buena obra.

El segundo, y en el cual resulté héroe sucedió dentro de un viejo bus, un día sábado por la avenida Caracas, en Chapinero. Iba hacia la oficina que el respetado periodista y profesor Humberto Kinjo arrendó para que un grupo de nosotros sus alumnos, aprendiéramos en la práctica otras cosas relacionadas con esta bella profesión.

Era de mañana.  Un terrible  dolor de cabeza y mucho sueño producto de la ingesta de licor de esa madrugada me llevaba medio dormido en una de las viejas sillas de ese bus. Llevaba entre las piernas y apoyada en el suelo, la máquina de escribir portátil marca Remington , propiedad de mi papá. Mi mamá me había advertido del cuidado a tener porque mis otros nueve hermanos la necesitaban también para sus trabajos.

Me había ubicado en la mitad del bus y dormitaba en el asiento que da al corredor del vehículo. . De repente un grito femenino me sobresaltó:

-         ¡Auxilio un ratero…….¡ y al instante oí el característico ruido de alguien que corre.

Allá en mi subconsciente presentí que me iban a robar la máquina de escribir y mi reacción fue estirar la pierna derecha. A los segundos alguien golpeó mi extremidad y cuando abrí los ojos, un sujeto caía al piso del bus, enredado por mi culpa

De inmediato muchos gritos se alzaron. Los de una señora que iba adelante y de unos señores que estaban detrás. En seguida puntapiés llovieron sobre el tipo y la señora recupero de las manos del desgraciado sujeto una cartera negra. El avivato quiso aprovecharse porque la puerta del bus estaba abierta y subió para robar cuando el carro se detuvo en el semáforo de la calle 60. Estábamos a pocas cuadras de la estación de policía de la Caracas con calle 66 y allí entregaron al ladrón.

Obviamente fui felicitado por mi solidaridad, pero especialmente por ese arrojo demostrado en la defensa de mis conciudadanos.

El tercer susto fue compartido con los cuatro muchachos que me intentaron robar. Caminaba distraído –algo extraño en mi – por la carrera 21 sobre el río Arzobispo (calle 43). Eran las 10 de la noche. Por la acera contraria se desplazaban los jóvenes, pero de un momento a otro se me acercaron y uno de ellos me dijo que me quedara quieto que era un atraco.

 Uno de los compinches dijo de inmediato:

-         Bajemos a este h.p al caño (río) y allá lo empelotamos.

Esa frase fue el detonante.  El miedo me invadió y algo que nunca pensé en hacer sucedió. Me puse la mano derecha sobre el corazón, me tiré al suelo y miré hacía arriba para que mis ojos quedarán en blanco.

-         Se nos murió este h.p. grito uno de los atracadores y todos salieron corriendo.

Estuve unos segundo ahí tirado.  Al levantarme pasaba una señora absorta en sus cosas y cuando notó ese extraño movimiento que surgía del piso, gritó despavorida y salió corriendo hacia el sur, mientras yo lo hacía en sentido contrario.

Un cuarto susto pero de lenta reacción  ocurrió cuando baje de una buseta en la calle 45 con carrera 17. Llevaba unos anteojos en el estuche y fijado al cinturón. El vehículo iba lleno y al intentar pasar la registradora para bajarme, había una sola puerta, sentí la apretujada.

Bajé, miré el estuche y estaba abierto. Sin pensarlo me volteé y la buseta aún estaba detenida porque el semáforo alumbraba rojo. Subí y con la voz más grave que nunca he hecho en toda mi vida grite desde los escalones:

-         El h.p que me robo lo anteojos o me los devuelve o aquí va a haber un muerto y metí la mano derecha al bolsillo de la chaqueta. El conductor me miró y grito que yo no viaja en su vehículo.

Al momento se acercó un tipo mas bajo  y en voz baja dijo:

-         Que a aquí le mandan para que se calle y se vaya para su casa. Y me entregó los anteojos.

Si que lo hice y rápido. El susto me invadió al pensar en lo mal que ha podido irme por semejante comportamiento.

Y el robo ocurrió en la carrera décima con calle 17, en pleno centro de Bogotá, cuando esperaba un bus en horas de la tarde. Salí de trabajar, hacía sol, desabotoné la camisa, corrí el nudo de la corbata y deje a la vista una bella cadena de oro. Cuando fui a subir al respectivo transporte, me cogieron por atrás del cuello, jalaron la joya, logré agarrar al ladrón, alcancé a darle dos patadas hasta que enfrente se paró el secuaz, me mostró un cuchillo y tuve que dejarlo ir. Frente a un arma, de despistado pase a loco.

domingo, 16 de octubre de 2011

Jhonnyzada 5



Durante la época de inconformidad con el establecimiento (no a la reglas) o mejor de vago, fui un asiduo asistente a las funciones de cine continúo que diversos teatros del centro de Bogotá  ofrecían a sus apreciados clientes.
Mogador, Lux y Faenza eran mis preferidos. En éste último me fascinaba entrar a mirar las dos películas acompañado de sendas empanadas chinas que vendían al frente, ahí sobre la calle 22.   A veces también iba con chinas de carne y hueso, pero era esporádico porque poco apetecían ir a esos cines que ya estaban en  decadencia y en donde era muy fácil una tocadita por parte de algún músico frustrado.
Siempre que entraba al recinto, alguna de las películas había comenzado, razón por la cual había que esperar a que iniciará para poder hilar toda la historia. Así que al ingresar a la sala de exhibición la única luz que guiaba a los usuarios, era la que proyectaba la misma película.  Si llegaba de noche, en una escena del filme, tenía que  esperar la madrugada,  en la película,  para poder buscar en donde sentarse.
Una tarde, luego de comprar dos empanadas, que parecían almuerzos empacados en bolsitas de harina y una  gaseosa, ingresé al Faenza, bella edificación que por esos años 70 estaba muy descuidada y que fue la más prestigiosa sala de cine de la época de mis padres. Eran tan elegante que el segundo piso fue construido con un balcón en forma de herradura que iba a lo largo de ambos lados del teatro.
Pues bien, desde el ingreso al lobby del cine, se escuchaba la risa del público. Eran  carcajadas cargadas de unas ganas impresionantes,  algo  extraño ya que en la cartelera anunciaban dos películas de  terror.
Corrí la pesada y mal olorosa cortina de color indescifrable y entre a la sala. En la pantalla no ocurría nada gracioso, por el contrario,  la escena del momento era  aterradora y ocurría de noche. Así que tuve que esperar a que apareciera un rayito de luz para buscar asiento. Las carcajadas se habían apagado.
Llegó esa breve luz surgida de una luna vista desde un cementerio y comencé a caminar en la búsqueda de una butaca. Miraba por lado y lado del pasillo central hasta que llegue a la mitad de las sillas. Allí a la izquierda, en pleno centro del teatro Faenza, toda una fila estaba vacía. Listo, allí pasaría otras cuatro horas de mi vida.
Entre a esa hilera de asientos y decidí hacerme en la mitad. Me senté. La sala estaba en silencio a la espera del desenlace en la tierra de los difuntos. Eso creí. Cuando quise apoyarme contra el espaldar de la butaca, seguí derecho y caí hacia atrás. Las carcajadas se tomaron el teatro y casi todas provenían de los balcones.
No había nada más que hacer. Adolorido, con la talega de las empanadas y sin gaseosa porque se regó, también subí a reírme de los desgraciados que caerían. Y si que fueron muchos porque en toda esa hilera, unas 15 sillas, ninguna tenía espaldar.

domingo, 9 de octubre de 2011

El periodista de la pobreza absoluta



Cuando me desempeñé como empleado oficial tuve a mi cargo el manejo de prensa del programa presidencial del gobierno Barco (1986 – 1990)  de Lucha contra la Pobreza Absoluta.

En tal función, acompañaba al  respectivo consejero en todas sus actividades sea cual fuera el destino nacional. Cierta vez y claro está, por un despiste, se originó la  burla  por parte de quienes se enteraron de lo ocurrido. Luego, con la suma de otras circunstancias, me bautizaron como el “periodista de la pobreza absoluta”.

Sucedió otra vez en Cartagena, ciudad prolija para mis idas a otros planetas. Se efectuaba una reunión de alcaldes latinoamericanos para tratar el tema de políticas para la disminución de éste  flagelo social de la pobreza extrema. El burgomaestre anfitrión se reuniría con los asistentes en un almuerzo que ofrecía en la hermosa sede de la alcaldía, en la ciudad amurallada.

Previo a ese agasajo, el consejero y los alcaldes invitados se reunieron a puerta cerrada y acordamos con mi jefe encontrarnos entonces en el almuerzo. Aproveché ese tiempo libre para ir con el camarógrafo que me acompañaba a algunas zonas marginales para captar imágenes de archivo.

Terminamos la actividad y nos dirigimos a la ciudad vieja. Al regreso, la congestión vehicular  del mediodía  hizo que llegáramos tarde. Junto con el técnico de sonido, entramos afanados al recinto y lo primero que observé fue el lugar en donde estaban los puestos para almorzar.  Los  encontré y  nos sentamos.

Comencé a observar  alrededor y no encontré ni al consejero ni al alcalde. Como estaba agitado por la subida  a ese segundo piso, decidí tomar agua. Levante la copa y en un gesto de camaradería y también de sorna le hice un brindis a Pedro, el compañero de labores.

No acababa de hacer este simbólico brindis, cuando se levantaron todas las copas de la mesa. Noté ese hecho pero no le di importancia alguna. En seguida rasgué el pan, lo unté mantequilla y lo lleve a la boca. Gran parte de los de la mesa hicieron lo mismo. En ese instante un presentimiento me hizo entender que estaban en donde no debía. Así fue.

Un escolta del consejero se acercó y sin poder contener la risa me dijo:

-         Hermanito, ¿ya se dio cuenta que se sentó en el puesto del alcalde y que su compañero ocupó el de su jefe?. Sino quiere avergonzarse cuando ellos lleguen, lo mejor es que se ubiquen en la mesa que está al lado que es la de la prensa. Pero rápido que ellos ya vienen.

Con la vergüenza de haberla embarrado y absolutamente sofocado por el episodio me retiré a mi sitio.

Cuando se enteraron  en la oficina, pues comenzaron los chistes. El que más tuvo acogida y fue adoptado para la burla fue aquel que el periodista de la pobreza absoluta estaba con tanta hambre que no le importó en donde sentarse, con tal de saciar su ayuno. Ese fue el comienzo. Luego siguió una broma que me hicieron y de cuya autoría nunca me enteré.

Para un viaje al departamento del Chocó debía llevar una caja de cartón con decenas de libros sobre los lineamientos del programa contra la pobreza absoluta. Así que junto con mi equipaje llevé esa valija. Desde el ingreso al aeropuerto Eldorado hasta mi llegada a El Caraño, en Quibdó  me di cuenta que por donde pasaba con el equipaje me miraban,  pero no le presté atención al asunto.

Cuando salía del terminal aéreo de la ciudad de destino, fue que detallé que el papel blanco con letras rojas  con el que identifiqué la caja tenía otra leyenda.  En vez de decir “Material delicado, Presidencia de la República”,  tenía escrito “Equipaje del periodista de la pobreza absoluta. Presidencia de la República”.

Y por último una graciosa anécdota terminó por alimentar a mi equipo de “detractores” quienes confirmaron que en efecto yo era el profesional que ellos aseguraban.

El equipo de prensa que me acompañaba rotaba de acuerdo a los turnos establecidos en la oficina. Una vez viajamos al departamento de Caldas un grupo que a no ser por lo simpático del impasse, no habríamos caído en cuenta de la imagen que proyectábamos entre los suspicaces.

Íbamos: el camarógrafo,  muy alto, casi 1.90 centímetros, pero de una delgadez extrema. El asistente, a quien le decían “mueble fino”, porque estaba “bien acabado”. El fotógrafo, de una colosal barriga y yo, con mi baja estatura.

El consejero hablaría ante un grupo grande de empresarios sobre la necesidad de aunar esfuerzos con la empresa privada para generar y apresurar soluciones al tema de la pobreza.. Así que en el salón y ubicados en toda la mitad junto a la cámara que se apoyaba sobre  un trípode,  estábamos los integrantes del equipo de prensa oficial..

Comenzó el acto y cuando el maestro de ceremonias leía el programa, un enorme ruido lo interrumpió. La cámara de televisión se había caído. El trípode estaba amarrado con una cabuya porque el mecanismo de ajuste de las patas se había dañado. El amarre se soltó y el aparato fue a dar al suelo.

Mientras asimilábamos lo ocurrido, uno de los asistentes, que hizo gala de su poder de observación explicó a viva voz:

- No nos extrañemos de lo que pasó. El tema por el que estamos acá es el de la pobreza absoluta. Y que mejor manera de sentirla que con el equipo de prensa que acompaña al consejero. Miren, dijo el espectador:

-         El equipo lo tienen que amarrar con una cabuya para que no les caiga. El camarógrafo es tan flaco que no puede cargar la cámara y por eso la tiene que poner en ese primitivo soporte. El asistente,  no parece ser empleado del gobierno,  sino contratado a última hora en un  suburbio, el fotógrafo tiene amibiasis y el periodista no creció por lo mal alimentado.

Todo el auditorio rió un largo rato. En el centro de aquel salón, cuatro funcionarios, caímos en cuenta de lo bien que representábamos ese programa gubernamental.  


lunes, 3 de octubre de 2011

Jhonyzadas (3)



Ayer corté una cortina plástica para acomodarla en la bañera. Estaba muy larga y cuando la puse en el respectivo tubo me quedó a las rodillas. Esa secuencia de cometer los mismos errores  continúa.  Por esa razón decidí dejar de recuerdo dicho elemento para  acordarme, cada vez que tenga que secar el baño,  que sigo siendo un despistado. Y hoy que tuve que hacer ese oficio, rememoré algunos otros episodios en donde mis intervenciones han sido desastrosas.

El electricista pirómano

La familia Chavez fue muy allegada desde su arribo al barrio La Soledad. Hicimos una pronta y buena amistad.  A los pocos días de conocidos y jugando al fútbol emulando a los jugadores del famoso mundial del  70 que por esos días se realizaba, la mamá, Doña Gloría me llamó y me dijo que si sabía de electricidad.

-         Claro, si señora, ¿qué se le ofrece?, respondí diligentemente.

-         Gracias mijito, necesito que mientras regreso ponga una toma eléctrica en la sala del apartamento. Ya retiré la que estaba dañada. Ahí, sobre la mesita de centro la dejé, junto con un destornillador. Suspendí la energía, así que con toda tranquilidad puede cambiarla y de una vez le entregó las llaves y le adelanto un dinero.

-         Y me entregó un billete de diez pesos, una suma colosal solamente por unir unos cables.

Terminado el encuentro futbolístico en donde representé con toda seriedad al famoso capitán de la selección inglesa, Bobby Moore, me dirigí a ese inmueble a realizar ese sencillísimo trabajo.

Nunca lo había hecho y ni siquiera sabía como era que funcionaba un sistema eléctrico. Cogí entonces los cuatro cables los uní, quedó hasta un bonito nudo multicolor. Atornillé la toma nueva y salí de urgencia a tomar pan y comer roscón en Viverpan, el negocio de moda.

Por la tarde llegó a mi casa uno de los Chávez, quien me dijo que Doña Gloria me necesitaba de inmediato. Contento porque seguro me iba a agradecer el pequeño arreglo que hice, caminos las tres cuadras que separaban las dos viviendas.

Íbamos llegando al tercer piso y desde las escaleras olía a quemado. Campo Elías Chávez  abrió la puerta y el olor fue mucho más fuerte. Una tenue barrera de  humo flotaba en la sala y al lado de una pared antes blanca, ahora de muchos tonos claros  oscuros, estaba  la mamá.


      
-         Ayyy mijito, no sé porque le pedí este favor. Afortunadamente fue solo la chamuscada de la pared.  Venga la muestro que era lo que tenia que hacer. Ese día entendí algo de esa materia, pero especialmente creí que aprendería a decir no.


La aspiradora que no inspiró

Compré una aspiradora roja, aerodinámica, que invitaba a jugar más que a asear. A los tres meses de haberla estrenado, no volvió a cumplir con su objetivo. De inmediato la abrí y comencé a detallar que podría haber sido.

Revisé el motor, todo estaba normal (?), la tapé. Prendí,  el motor funcionaba y nada que succionaba.  Nuevamente la abrí y decidí meterle mano al motor. A lo mejor que era de hacerle unos ajustes. Así fue. Pero me sobraron unas cuantas piezas a la hora de armarlo.

-         Que vaina, increíble que no me haya dado maña de volver a armar este aparato, me recriminé. Si a lo menos hubiera hecho un dibujo o un plano para saber el sitio de cada pieza, me torturaba. Bueno no había nada más que hacer sino llevarla en otra oportunidad al experto. Así que opte por dejarla en el suelo para más tarde guardarla.

Aburrido a la enésima potencia, fui a la cocina a prepararme un jugo y tranquilizarme. Estaba en esas cuando mi hijo Jhonny que apenas tenía cuatro años, comenzó a jugar con los tres tubos plásticos de distintos tamaños de la aspiradora, utilizándolos como binóculos.

Regresé a la sala y me senté a observarle la diversión. Miraba con uno y me saludaba, luego con el otro y me decía ¡Hola papi¡ Pero con el tubo más largo lo dirigía a mi y no me decía nada. Así lo hizo varias veces hasta que me gritó:

-         Papi no puedo mirar por acá, y me señaló ese tubo.
-        
Agarré el tubo y al intentar mirar, note que estaba obstruido. Busque la escoba y metí el palo en el hueco y al otro lado salió una media del  uniforme de mi hija Diana. Esa era la obstrucción de la aspiradora.

¿Por qué antes de desbaratarla, no utilicé la lógica?




Lavadora  y glu, glu….

Con mi hijo viví en Cartagena por una época. El apartamento que alquilamos era muy bonito, se ubicaba en un cuatro piso y todo en ese inmueble parecía perfecto. Pero llegó un  día que por culpa de mis despistadas uno error en su construcción salió a flote.

Era domingo y luego de almorzar reposamos un rato para dirigirnos hacia la playa. Antes de salir, decidí  conectar la lavadora, electrodoméstico que esa misma mañana tuvo su respectiva limpieza.
 
Salimos a disfrutar brisa, playa y mar, como dice la canción, y regresamos muy contentos después de unas tres horas aproximadamente. Subíamos al edificio y a la altura del tercer piso el inquilino, con un balde, escoba y trapos,  nos advirtió que estaba saliendo agua del apartamento. Efectivamente, rodaba agua por las escaleras y se entraba a su propiedad.

Abrimos la puerta el agua se extendía por casi todo el apartamento. Nos dirigimos a patio de ropas y claro, encontramos que no había  un sifón ni allí ni en la cocina,  pero lo grave era que el agua que nos inundaba había salido de la manguera de la lavadora que no conecté cuando la limpie. Tras una labor aburrida y ayudados por toallas, trapero, balde y recogedor logramos superar el inconveniente.

Mientras descansábamos de esa inesperada labor, puse a funcionar de nuevo la lavadora pues allí estaba el uniforme de mi hijo Jhonny. Me dormí viendo televisión, mi hijo estuvo en el computador y como a la hora él me despertó de un grito:

-         ¡Papi otra vez nos inundamos…ven rápido!

Imposible me dije, salí de inmediato y así era. Nuevamente anegados. Con el ajetreo que acabábamos de tener, se me olvidó nuevamente poner la maguera en la  lavadora. Pero esta vez cuando ya terminábamos y al torcer el trapeador, sentí que algo me chuzó el dedo índice de la mano derecha. Fue doloroso, pero de inmediato hice una curación, conecté la manguera, la ropa estuvo lavada y secada,  la planché y el dedo me molestaba un poco.

Al otro día la mano lesionada estaba completamente hinchada. Como pude preparé el desayuno a mi hijo, le acompañé al bus y fui a la clínica. Me aplicaron inyecciones antitetánicas y la mano que parecía una masa deforme, estuvo en se estado durante ocho días.

Mi hijo, muy comprensivamente no me dijo nada. Hace poco le pregunté  la razón y me respondió:

-         Pensé en decirte que eras un imbécil. Pero con ese grito de dolor y después con tu  mano de monstruo, me diste mucho pesar.

lunes, 26 de septiembre de 2011

La chimenea




Tuve en mi niñez gran influencia  de personajes de historietas como  El Llanero Solitario, Buck Rogers, Roy Rogers, Hopalong Cassidy,  entre otros.

Así que cada vez que tenía la oportunidad que uno de ellos llegara a las manos, lo primero que hacía era recrear su aventura. De esta manera viví  las más espeluznantes experiencias y afortunadamente siempre salí ileso, al igual que mis héroes. Sin embargo, eso no implicó que en la vida real pusiera mi vida en peligro, gracias a mis despistadas.

En una ocasión, Roy Rogers y su eterno  pequeño amigo, Castorcito, fueron a explorar unas montañas y tuvieron que afrontar muchos peligros En su recorrido casi mueren  y el cowboy  tuvo que esconderse para no ser encontrado por unos malhechores.

Mientras ideaba en donde ambientar,  jugábamos con mis hermanos José, Augusto y Mauricio a los buzos. Tomamos a escondidas una careta de buceo de  Gabriel, uno de los mayores,  y por turnos  sumergíamos la cabeza en la alberca y contabilizábamos quien duraba más tiempo conteniendo la respiración.

Una mañana de vacaciones escolares mientras esperaba mi oportunidad para “bucear”, observé que si subía por la alberca daba a un techo y  por este accedía a un tejado grande que pertenecía a la casa de atrás. Claro, había encontrado en donde ser Roy Rogers.

Al día siguiente convencí a Augusto para que fuera Castorcito y le conté la historia que íbamos a representar. Obviamente se emocionó. Preparamos unos emparedados,   envasamos   jugo y en una mochila los echamos, junto con una cobija y una ollita, elementos que no deben faltar a un vaquero que se respete.

Aprovechamos la rutina de mi mamá, siempre pendiente de esa tropa de hijos y escalamos sin problemas. ¡Que bien se veía todo desde allí!. Hacia sol. Le di indicaciones a Castorcito para que sacara los víveres y tendiera la manta porque había que descansar. Mientras tanto observé detenidamente  el panorama y en el tejado observé unos ladrillos que  me llamaron la atención.

Recreamos la historia, cenamos, disparamos a muchos flancos porque los lobos se acercaban, calentamos café (afortunadamente era imaginario) y a descansar. Nos acostamos sobre esa cobija y ese cúmulo de ladrillo me inquietaba.

Decidí ir hasta allá le di la vuelta., mire por dentro, todo estaba oscuro. Y fue ahí cuando se me prendió este bombillo de duración eterna.

-         Claro, pensé, ahí podríamos esconder nuestras pertenencias por si nos veíamos en peligro  porque por allí abundaban los cuatreros, asaltantes de bancos y diligencias y también merodeaban los temibles Pieles Rojas.  
-      Hey Castorcito, grite, traiga las cosas porque es mejor guardarlas o sino corremos peligro.

-      Bueno Roy, me respondió mi fiel  compañía y acercó las pertenencias.

A medida que alcanzaba cosas, las iba depositando en ese gran escondite que hallé en esas rocosas montañas. Primero el frasco del jugo,  después la olla,  siguió la cobija,  la mochila y por último le dije que metiéramos también su chaqueta de cuero y mi suéter. Todo quedo resguardado.

-     Listo Castorcito, ahora nos merecemos un pequeño descanso, observé,  y así sin nada que nos sirviera para suavizar el duro techo, nos acostamos y nos pusimos a hablar y le dije que luego me escondería también entre esos ladrillos. Divagamos un rato más y nos quedamos dormidos.

El sol era fuerte, puesto que ya era medio día. En medio del calor y el sueño, oímos unos ruidos seguidos de unas voces. Eran mis hermanos mayores, Álvaro y Gabriel quienes asomaron sus cabezas para decirnos que bajáramos urgente porque nos iban a castigar.

- Jajaja, se burlaba Gabriel, esta vez  si le van a dar bien duro. Vinieron a dar quejas suyas… 
Estaba convencido que la razón era por encaramarme al tejado y además arrastrar conmigo a Castorcito, digo Augusto. Pero no, el verdadero motivo nunca se me habría ocurrido.

Asustados llegamos hasta el espacioso zaguán donde nuestra madre en compañía de una señora vecina observaba un envoltorio en papel periódico y una bolsa. A la visitante la acompañaba  su hija y obviamente mi pequeña familia observaba: Mauricio, José, Patricia, quien cargaba en brazos a Adriana, Matilde y Magda. Al otro lado se ubicaron Álvaro y Gabriel.

-         Señora, inició mi mamá, por favor cuéntele a estos mucharejos irresponsables  lo sucedido.

-         Niños, dijo en voz muy fuerte la vecina, estaba preparando la mesa para el almuerzo cuando sentí una serie de ruidos en la sala. Entré y casi me muero del susto porque por la chimenea  caían frascos y ollas. No sabía que hacer y fui al segundo piso, me asomé por la ventana y la señora del frente me indicó que ustedes estaban en el tejado.

-         Luego al bajar, continuo, entre nuevamente y encontré esta ropa y le entregó la bolsa a mi mamá.

-         Que susto me han dado, casi me infarto, exclamaba y miraba al techo.

Mi mamá y la demás parentela en primer grado también desviaron sus ojos hacia arriba y creí que esperaban que cayeran más cosas de mi escondite.

-         Señora,  interrumpió mi mamá, creo que lo mejor es que lleve a estos niños a su casa y les muestre y explique que fue lo que sucedió porque parece que no entienden ni jota.

Así fue. Nos dirigimos a la casa de al lado y efectivamente, en la sala había un polvillo negro, parecido al de la estufa de carbón de mi abuela. Nos acercamos a un hueco que había en una pared y que tenía unos ladrillos a los lados y en el piso. La vecina no explicó que era un chimenea, su fin y  funcionamiento.  Era, aclaró la señora,  para que saliera el humo y no para entraran cosas.

Ahí fue que conocí y entendí lo que significaban esas pequeñas construcciones ubicadas en los techos de las casas. Uffff, de la que me salvé al haber sido interrumpido de mis ganas de meterme en la chimenea….¡habría llegado completamente negro a la sala de la vecina!.

martes, 20 de septiembre de 2011

Un super macho en Cartagena



Siempre he sido  la versión fracasada de Don Juan Tenorio. Pese a que soy bien aceptado por las mujeres, ellas siempre ven en mi un  familiar “tierno, como acostumbran a decirme. De tal forma que resulto siendo un hermano, padre, primo, amigo de la infancia y ahora el abuelito.  Cuando hay posibilidades de ir mas allá,  mis  flirteos no son de lo mejor  y aunque la faena sea estupenda, termino sin siquiera cortar rabo de consolación.

Cualquiera que me observe al paso podrá pensar que soy un experto en asunto de la seducción y están muy equivocados. Pero una vez, un experto play boy criollo creyó reconocer en mi, múltiples  habilidades para el cortejo y  quedo convencido  que lo superaba. Todo esto, un verdadero suceso en mi vida,  ocurrió gracias a una de mis tradicionales despistadas.

Sucedió en  la ya nombrada Cumbre de Presidente y Jefes de Estado de Iberoamérica  realizada en Cartagena en el año 95. En ese intenso trajinar confluimos cientos de funcionarios de diversas entidades y unos se creían de descendencia real.  Entre ellos sobresalió un trabajador del Ministerio de Relaciones Exteriores, que estaba inscrito en la carrera diplomática y ya había tenido algunas  oportunidades en uno que otro país..

 Dicho personaje no pasaba desapercibido porque su cabeza giraba permanentemente 360 grados buscando una mujer. Cuando la encontraba, se transmutaba, levitaba colgado de su mirada y aterrizaba junto a ella como todo un galán de cine.

Constantemente este  Juanito criollo entraba a la sala de prensa y desde allí llamaba a todo el país. Parecía que estuviera en un control diario de su harem. Muchas veces tuve que pedirle que bajara el tono de la voz para que no incomodara a los periodistas que laboraban a esas horas.

Él también se hospedaba en el hotel Caribe, así que nuestro contacto visual era frecuente, ya fuera en el mismo sitio, en el Centro de Convenciones o charlando amenamente con las bellas chicas contratadas para el gran certamen.

Tenía ya varias amigas entre las chicas que brindaban información a la prensa  extranjera, las  guías y también  entre las niñas   que representan determinadas marcas comerciales. Como acostumbro hacerlo, fui  muy atento con ellas y les conseguía detalles de recuerdo del certamen,  entradas  para que asistieran a las fiestas programadas para la prensa y de vez en cuando  llamadas telefónicas a otras regiones del país. Así que cuando pasaba por su lado siempre me saludaban, me llamaban y me regalaban cositas. Todo esto no pasó desapercibido en nuestro Juanito nacional quien se convenció que yo era “El Seductor”.

Cierta vez tuvimos un pequeño enfrentamiento porque me vi en la obligación de ordenarle  que abandonara la sala de prensa porque conversaciones tan sonoras  afectaban el ambiente de trabajo. En ese brevísimo momento, el sintió la ley de la gravedad jerárquica, porque Presidencia de la República mata a Cancillería.

Allí nació cierta mutua antipatía que estalló cuando fui desterrado de la estupenda habitación que tenia, para entregarla a un asesor de nuestro presidente (los de arriba pisan a los de abajo) y me enviaron a compartir cuarto nada menos que con nuestro Don Juanito Terror.

Cuando lo busqué para contarle la “buena nueva”  la creyó tan absurda que rió  hasta más no poder. Cuando tuvo la certeza que hablaba en serio de inmediato fue a buscar a alguien que pudiera revocar ese traslado. No  fue posible, así que no tuvo más remedio que obedecer.

 Pero antes de consentir  mi ingreso a la habitación y en tono casi majestuoso me dijo:

-         Mire hermanito, honestamente su llegada dañó mis momentos íntimos que no tienen hora, ni fecha ni calendario. Pero eso no significa que por usted voy a dejar de tenerlos. Lo mismo creo que piensa y considero que ha  sido el más afectado.

-     Así que para respetarnos esos momentos, debemos de tener alguna clave para no perjudicarnos. Se  me ocurre que la mejor forma , si alguno está con una mujer en la habitación, es colgar  el letrerito de “no molestar” y el que llega sabe que hay acción. Entonces lo único que hace es golpear una sola vez, va a dar una vuelta  regresa a la media hora, con el compromiso de respetar ese lapso.

-         ¿Qué le parece? ¿Está de acuerdo o tiene alguna otra idea?

-         No, ninguna, así está bien, le respondí sin imaginarme lo que afrontaría.

Acomodé mis cosas en el cuarto y salí al Centro de Convenciones. Regresé como a las ocho de la noche con ganas de acostarme  y dormir  un poco de televisión. Cuando fui a abrir la puerta estaba el aviso de “no molestar”. Golpeé y me fui a la sala de prensa a llamar a mi familia en Bogotá. Regresé luego de una hora y  la contraseña ya no estaba. Ingresé, la habitación estaba sola así que me acosté.

Dormía perfectamente, cuando entró mi compañero de habitación. Eran las 12 de la noche. Llegó bebido y comenzó a llamar por teléfono  y al mismo tiempo le sonaba su celular tamaño panela  de la época. Así pasaron los minutos  y hablaba por un lado y luego por el otro.

-         ¡Hola deje dormir que yo debo madrugar a las 5 y 30 para  ir a la emisión radial del noticiero oficial!, le dije varias veces, pero solamente hasta después de la una se silenció el sujeto.

Trasnochado cumplí con mi labor y sobre las ocho de la mañana decidí ir a la habitación a dormir unos minutos para recuperarme. Al disponerme a abrir leí el consabido “no molestar”.  No tenía tiempo para dar la pactada vuelta de media hora y regresar. Por la noche sucedió lo mismo y luego del golpe en la puerta y de  los 30 minutos de espera pude entrar a descansar pero las incesantes llamadas fueron otra pesadilla.

Nuevamente sin dormir bien,  seguí para mi rutina y después fui  a averiguar si alguno de mis compañeros me recibía. No lo logré y sucedió otra vez la misma historia. Ya al tercer día de martirio decidí estar pendiente para entrar a descansar directamente sin tener que esperar.  Estaba en el noveno sueño cuando la puerta se abrió y un par de risas ingresaron. Después lo hicieron mi compañero de habitación y su compañía de turno.

-         Hola, me dijo, debería estar trabajando. ¿Ya sale?
-         Mire hermano, no he podido dormir por su culpa. ¿Y ahora que creí que podría hacerlo viene a despertarme? le recriminé:
-       Además, le recalqué,  viene a hablar de trabajo, cuando usted está parece que está es en comisión  sexual. Y me levante y salí de la habitación.

Iba por uno de los pasillos y mis amigas me llamaron para pedirme un favor, algo que muy  normal en ellas.

-         Jhonnycito,  me dijo la de  rasgos orientales, imagínate que estoy con un guayabo terrible y para la hora de mi almuerzo, ¿me prestas un rato tu habitación para dormir un poco?

-         Claro, no hay inconveniente. Pero te recomiendo que coloques el aviso de “no molestar”. Si escuchas que golpean no hagas caso que es mi compañero de habitación y con el ya tenemos un acuerdo.

Listo dijo la muchacha, le entregué la llave y me olvidé decirle lo de la media hora de tiempo para dejar la alcoba. Obviamente mi amigo fue acompañado, regreso según el tiempo convenido y el aviso seguía allí. Por la noche pasé y una de las amigas me entregó la llave que dejó la chica dormilona. Llegué a la habitación, estaba el cartelito de “no molestar”, golpee  varias veces y como no obtuve respuesta seguí.  No había nadie. Cerré no  sin antes retirar la cartulina impresa.

Al rato entró el otro inquilino habló como  todas las noches. No le dije nada. Amaneció fui al estudio de radio instalado en el mismo hotel Caribe y sobre las 8:30 de la mañana  cuando pasaba por el pasillo hacia el restaurante, las niñas  me saludaron y la de ojos rasgados me agradeció el favor hecho. Las otras se enteraron y mi llave comenzó a  rotar entre ellas y a esa  habitación ingresaron  hasta tres jóvenes a descansar un rato.

Un día se les olvido poner el aviso de “no molestar” y Juanito Tremendón entró con su amiga y encontró el trío de bellas muchachas.  Una de ellas atinó a decir que me estaban esperando, ante lo cual  el gran seductor no tuvo más que retirarse. Así sucedió en varias ocasiones y hasta cierta tarde que entré a la habitación con dos de las chicas porque urgente debía cambiarme la camisa, mi compañero salía y  no pudo dismimular su envidia. 

La última noche de estadía, ya clausurada  la Cumbre Presidencial, decidí dormir temprano porque estaba seguro que Juanito tendría despedida en el cuarto .Puse entonces el aviso y me quede dormido profundamente hasta el otro día. A las 7 y 30 a.m. No oí nada. Cuando salía con mi equipaje observé que Don Juan dormía en una silla en el pasillo.

-         Hermano, despierte y vaya a dormir, le dije mientras lo sacudía.
-         Hummmmm, dijo estirando sus extremidades. Bueno menos mal que usted se va primero. Yo me quedo dos días más. No había conocido un tipo con tanto éxito con las mujeres  y además en grupo. Hermanito, me quito el sombrero y ojala nunca más tenga que compartir habitación con usted. (?)

lunes, 12 de septiembre de 2011

Jhonnyzadas



Desde pequeño hice gala de una estupenda manera de solucionar los inconvenientes. Sin embargo, esa habilidad no fue muy comprendida por mis mayores quienes muchísimas veces frustraron las que yo consideré en su momento “genialidades”. He aquí algunas:

El verdugo de muñecas

Toda familia que se respete debe de tener una tía rica. La de nosotros, la Tía Blanca viajaba frecuentemente a Europa. A su regreso era su costumbre traernos regalos y aunque fuéramos 10 sobrinos de una sola de sus  hermanas, siempre existió el detalle para cada uno.

En una oportunidad le obsequió a mi hermana Patricia una lindísima muñeca fabricada en Alemania. Muy contenta y con el paso de los días ella decidió confeccionarle ropa a su nueva compañía.  No quiso la asesoría de mi mamá,  pero tampoco se dio por vencida y termino el diminuto ajuar.

Recuerdo que yo estaba sumido en mi mundo de vaqueros. Una mesa era la carreta en donde llevaba mis víveres, un asiento ubicado adelante era el caballo y una corbata de mi papá, hacia de rienda. Iba por un desierto perseguido por los temibles indios Pieles Rojas, cuando Patricia se atravesó y me obligó a frenar bruscamente.

  •      Jooooo, grite y detuve mi carromato.

  •      Jhonny, ¿me puede hacer el favor de ponerle este vestido a la muñeca? me dijo y me entregó a su pequeña  rubia.


  •       ¿Pero acaso es tan difícil? Le pregunte bastante intrigado.   - Lo que sucede, me dijo, es que le hice el vestido cerrado, sin botones ni cremallera y como la cabeza de la muñeca es muy grande, no le cabe.

  •      Bueno, no hay problema, pero eso le vale una chocolatina Jet porque está haciendo frío en el desierto le dije y ella se fue a conseguirla.

Creí que sería muy fácil pues solamente era jalarle la cabeza a la muñeca, ponerle el vestidito acomodar nuevamente y listo,  como se hace con todas esas nenas plásticas Pero justamente me encontré con el inconveniente que precisamente esta era enteriza y la  cabeza y tronco formaban una sola pieza.

No había sino una sola opción para que ese  prenda luciera en esa bella muñeca. Fui a la cocina, busque el cuchillo con mejor filo acomodé a la paciente y tras unos movimientos sobre su cuello, la cabeza se desprendió.

Mi hermana regresó feliz, me dio la Jet y le entregué su muñeca con el vestido puesto. No pude hacer lo mismo con la cabeza. Gritos desesperados, mis padres salieron afanados a ver que pasaba y encontraron la muñeca decapitada. No comprendieron mi original forma de solucionarle el problema a mi familia y un par de correazos me apagaron mi bombillo creador.

Un juguete para dos usos

Años después y para una navidad, mi hermano Mauricio recibió de manos de su madrina un increíble semáforo con control remoto para encender las tres luces. Pasaron los días y el juego se puso monótono.

El único que lo manipulaba era Mauricio, mientras nosotros con nuestros carritos debíamos pasar y pasar a su lado y acatar la ordenes de acuerdo al color que el dueño del semáforo indicara. Él no nos dejaba ni siquiera tocar su juguete.

A las escondidas podía jugar un rato, pero normalmente me descubría e iba a acusarme. Así que idee una manera de ampliar el beneficio del juego y fue cuando se me ocurrió hacer una bodoquera.

Claro, era divertidísimo. De las revistas o cuadernos viejos fabricábamos los bodoques, los metíamos entre un tubo y soplábamos fuertemente para dar en un blanco previamente escogido y que regularmente eran las cabezas de las personas que caminaban frente a nuestra casa.

Convencí a mi hermano de que su semáforo era el ideal para dicho propósito puesto que tenía el tubo perfecto. Era liviano, de longitud precisa  y además desarmar ese juguete era sencillo, volvíamos a ponerle todo en su sitio y otra vez quedaba listo para que siguiera con sus cambios de luces.

Quite el cajoncito y saltaron  tres bombillitas, encontré unas conexiones las cuales obviamente corté, jale el tubo, lo despegué de su base, tiré los cables y los saqué del cilindro. Algunos días  nos divertimos muchísimo pegándole bodocazos a los transeúntes desde la ventanas.

Todo estuvo bien, hasta que Mauricio decidió que quería jugar con su semáforo. Decidí armarlo, pero me  fue imposible. Las palmadas y la prohibición de ir a matinal durante varios domingos si fue posible para mi papá quien tampoco esta vez me supo entender. Lo positivo fue que mi hermano no quiso su bodoquera y así tuve mi propia diversión.