viernes, 29 de abril de 2011

Ese bocadillo en mi bolsillo



Aprovecho este repaso por la parte más conocida de mi vida, para vanagloriarme de que soy descendiente directo del creador del bocadillo (lonja) de guayaba en rollito, relleno de arequipe y rociado con azúcar.  Este honor es de mi abuelo paterno Carlos, a quien recuerdo otra vez.

Tuve la costumbre de guardar en mis bolsillos tantas cosas, que Aurora, la empleada de la casa, cuando iba a lavar mi ropa, se prevenía, puesto que muchas veces sufrió en sus dedos las pinchadas provenientes de ganchos y  alfileres. Mis bolsillos eran una caja de Pandora.

Así que regularmente me llamaba para hacerme un inventario con lo que encontraba en ellos.

-          “Niño don Jhonny”, como me decía desde la vez que muy molesto le dije que ya había crecido para que me dijera niño: ¿qué hago con todo esto? Y me mostraba  toda una cantidad de basura, aparte de pedazos de galleta, dulces y muchas moronas de pan.

Nada valió para quitarme esa costumbre ni siquiera la vez que por un pan fui junto con varios amigos a lavar baños a la  estación de policía de la calle 40, Una noche la autoridad nos hizo una  requisa y uno de los uniformados tocó algo extraño y duro en el bolsillo de mi chaqueta y con voz de alerta me exigió que sacara “ese elemento con sumo cuidado”.

Ante la expectativa de los otros policías y de mis amigos metí la mano al bolsillo y lentamente saqué con la punta de los dedos de la mano derecha, un pan que además de ser francés, debería llevar guardado por lo menos un mes. Este episodio hizo que mis amigos soltaran la risa y que la autoridad sintiera que nos estábamos burlando. Por eso a la 40 fuimos a dar.

Bueno, entonces, con esa costumbre, el hecho de mayor trascendencia estaba por llegar.

Cierto día visité a mi abuela. Allí seguían fabricando esos deliciosos bocadillos. En una bolsa me dieron unas cajas con el manjar para llevar a mi familia y uno más para que comiera por el camino. El espectacular bocado iba envuelto en un pedacito de servilleta. Cómo tenía unas enormes ganas de fumar, decidí guardarlo con mucho cuidado en el  bolsillo de la chaqueta. Saqué de la camisa el cigarrillo que con tanta ansia deseaba desde hacía horas y me fui fumando.

Exhalando nicotina, llegue hasta la carrera 30 para tomar el transporte y ahí precisamente venía la buseta. Apenas tuve tiempo de tirar el cigarrillo para subirme al vehículo que se detuvo en el semáforo. Pasé la registradora, me aferré con la mano izquierda, en la que llevaba las cajas con el dulce,  del tubo que va en el  techo y metí con fuerza  la mano derecha para sacar el dinero del pasaje.

La sensación fue extraña. Parecía como si la mano se hundiera en algo movedizo.  El billete y las monedas estaban ahí precisamente. Ni modos de volver a sacar la mano. Si lo hacía me expondría al escarnio público. Ya me imaginaba al chofer gritando y manoteando con sus dedos untados de arequipe con pedacitos de guayaba y azúcar, intentando despegar el dinero del pasaje.

Y también, la expresión de asco de los pasajeros observando como mi pegajosa mano se agarraba del tubo, volviendo una completa cochinada el importante accesorio del vehículo de transporte público.

 
Entonces lo mejor era no sacar la mano de su sitio ni de fundas. Apenas estaba pensando en la forma de sortear tan incómoda situación, cuando el conductor comenzó su letanía:


-    A ver joven, ¿qué le  pasa que no paga?
-          Hola, ¿cree que lo voy a llevar gratis?
-          Si no tiene plata, ¿por qué no se fue a pie?
-          Mejor dicho, o paga o se baja….determinó.

Sentía que todos me miraban y yo no sabía que responder. De pronto surgió el ángel de la guarda en una señora que me llamó con un “psssss, psssss”. Al voltear me encontré que esa honorable dama  me extendía unas monedas para mi pasaje. Como el chofer seguía en su cobro coactivo, decidí calcular el momento preciso para soltarme del tubo, hacer equilibrio, recibir la plata e ir y entregársela al señor conductor.

Me solté, di dos pasos, expresé mi agradecimiento a la benefactora, recibí las monedas con dos dedos, por que los otros agarraban el talego, mientras mi mano derecha seguía bien guardadita (pegadita) en el bolsillo. Abrí las piernas para guardar el equilibrio e intentar devolverme para pagar, cuando el chofer viro bruscamente y ante el peligro, mi instinto de supervivencia hizo que las manos fueran mi  salvación.

La derecha salió con una velocidad impresionante de su escondite para posarse en la cabecera de una de las sillas de la buseta, a pocos centímetros del  cráneo de un señor.  Muy pocas personas se dieron cuenta de lo que había ocurrido y por supuesto la risa y el chismorreo brotaron en un sector de la buseta.

Volví a meter la mano a su ocasional guarida, pagué y afortunadamente me pude sentar. Iban 20 minutos de un vergonzoso viaje, con un sofoco increíble, mirando solamente hacía un lado, cuando me dí cuenta que el transporte se detuvo para que se subieran varios estudiantes, así que decidí que lo mejor era bajarme.

Seguro que alguno de  esos pasajeros, se untó de bocadillo de guayaba, arequipe y azúcar y seguro también que en vez de recordar a mi abuelo, lo que hizo fue mentarme a mi madre.

 

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